"La efectividad de las normas no solo depende del nivel de aceptación, sino que siempre deben estar respaldadas por la coerción" (Ilustración: Giovanni Tazza).
"La efectividad de las normas no solo depende del nivel de aceptación, sino que siempre deben estar respaldadas por la coerción" (Ilustración: Giovanni Tazza).
Javier Díaz-Albertini

La polémica que suscitó el cierre de playas para las fiestas volvió a poner sobre el tapete cuáles son las medidas más apropiadas para lograr que los ciudadanos tomen en serio eso que llamamos –genéricamente– civismo. Por un lado, se encontraban los defensores del cierre argumentando que las personas habían mostrado que no eran respetuosas de las normas (y presentaban como ejemplo el desborde en la Costa Verde el día de Navidad). Por el otro, los que esgrimían la defensa de la libertad bajo el razonamiento de que cada uno es responsable de su vida y el no debe entrometerse. En términos sueltos, llamaré a los bandos “represivos” y “dejar-ser”, respectivamente.

Los “represivos” saben muy bien que el Estado no tiene capacidad alguna para controlar a una población predispuesta a no seguir las reglas. La imagen que tienen es que, ante cualquier oportunidad, la gente es transgresora. La prohibición absoluta se transforma, así, en la única opción. Los “dejar-ser” creen que las personas son racionales y, por ende, realizan cálculos apropiados del costo-beneficio de sus acciones. Todos están supuestamente informados sobre los peligros de contagio en aglomeraciones y si persisten en comportamientos riesgosos es porque priorizan unas acciones sobre otras. La recreación sobre la salud, por ejemplo.

Esta discusión nos lleva a lo que se denomina “la tragedia de los comunes”. Hace referencia a que los recursos compartidos por todos en una sociedad, como puede ser –para usar el ejemplo clásico– tierras comunales de pastoreo, corren siempre el peligro de ser sobreexplotados. Cada pastor intentará sacar provecho aumentando su rebaño. Al principio, funciona y aumenta los beneficios, llevando a que otros realicen la misma acción. Sin embargo, la suma de estas acciones individuales lleva inexorablemente al sobrepastoreo y a la depredación. Todos pierden y, de ahí, la tragedia.

Elinor Ostrom, la primera mujer en recibir el premio Nobel de Economía (2009), estudió los casos exitosos que habían evitado esta tragedia. Antes de su trabajo pionero, se consideraba que las soluciones eran dos. Una primera era dejar que el Estado administre el recurso, utilizando para ello su poder coercitivo. La segunda era dividir el bien común y asignar derechos de propiedad individuales. Una de las grandes contribuciones de Ostrom fue mostrar que había otras soluciones efectivas y que tenían como sustento la autorregulación comunal (una forma de acción colectiva). Ostrom no consideraba que hubiera una única solución, sino que dependía de las condiciones socioculturales de cada realidad.

No podemos, por lo limitado del espacio, plantear las ventajas y desventajas de cada solución, pero sí hacer hincapié en lo que tienen en común: todas dependen de una saludable institucionalidad (entendida como las normas formales e informales que estructuran la sociedad). Es lo que lleva a la generación de reglas respetadas por todos, promoviendo así acciones colectivas informadas por valores y principios compartidos.

¿Cómo es que se legitiman las normas y comienzan a ser efectivas? Podemos pensar en tres condiciones básicas. En primer lugar, es necesario que las normas sean internalizadas. Es decir, que las personas las hagan suyas, las transformen en una parte esencial de lo que guía su comportamiento. Para ello, es necesario que las instituciones socializadoras (familia, escuela, pares y medios masivos) introduzcan y refuercen las reglas compartidas. En segundo lugar, es esencial contar con un entorno favorable al cumplimiento de las normas, algo que se construye desde la cotidianidad, pero que se reafirma en el correcto funcionamiento de las instituciones macrosociales. Finalmente, en tercer lugar, debe existir capacidad sancionadora. La efectividad de las normas no solo depende del nivel de aceptación, sino que siempre deben estar respaldadas por la coerción.

Estas condiciones básicas solo se dan en forma limitada en nuestro país, creando una sociedad cuyo respeto a las normas generales se guía bajo el principio general del “depende”. Depende de si me están observando (represión externa), si me conviene personalmente (a mis enemigos, el peso de la ley) o si me beneficia socialmente (trabajo o soy integrante de una institución prestigiosa). Seguiré examinando estos temas en una próxima columna.