No somos huérfanos. Estamos en manos de padres y madres absolutamente indolentes que nos usan como pretexto para seguir ejerciendo el poder en beneficio propio. Somos el niño alquilado del semáforo al que la falsa mendicante exhibe para condoler a los demás y que le den una limosna. Somos ese en nombre del cual se engaña, se roba.
Los individuos de una sociedad huérfana se saben solos. Los que están en manos de sinvergüenzas trabajan rogando por que los inútiles dejen de sacar leyes que solo les convienen a ellos y dejen de nombrar ministros que, lejos de hacer algo bueno, arruinarán lo poco que funcionaba.
Hace mucho que somos una sociedad de autoayuda, en el sentido de que si no nos asistimos a nosotros mismos nadie más lo hará. Y las pocas veces que no nos ha quedado otra que ponernos en manos del Estado fallido hemos terminado muertos, o más pobres, o mucho más tristes como ocurrió durante la pandemia.
Y, sin embargo, acá seguimos, resucitando, cada vez más desentendidos de una clase política a la que nadie le cree nada. Y no es que antes hubiéramos tenido grandes expectativas, pero por lo menos confiábamos en que si los gobernantes de turno no iban a mejorarnos la vida, por lo menos no nos la arruinarían mucho más. Los triunfos en derechos de la mujer eran lentos, pero ahí estaban; la batalla por una educación de calidad se peleaba con cierta consistencia; se le ganaba terreno a la pobreza con dificultad, pero había esperanza. Hoy vemos cómo se retrocede con la misma impotencia con la que vemos que se retira el mar. Como si fuera nuestro destino ser testigos eternos de una resaca inevitable.
No es tiempo de invocar mejores tiempos pasados, no nos engañemos. Con ningún gobierno de lo que va del siglo estuvimos bien. Toledo, García, Humala (por mencionar la trilogía que tuvo el privilegio de completar su mandato) administraron con precariedad un crecimiento económico que nos cayó como una bocanada de aire fresco después de décadas de crisis. Pero ninguno echó a andar una sola reforma relevante, solo hubo mejoras donde tenía que haber transformaciones. Y nadie está hablando de refundar nada, ¿acaso era mucho pedir una carretera central decente?
La mejor prueba de que nunca tuvimos políticos comprometidos con el ciudadano es lo que ofrecen hoy esos que estuvieron en distintos estamentos del poder: representantes en el Congreso que dan vergüenza, líderes mamarrachentos de oposición, si es que los tienen; agrupaciones que no cumplen con ningún requisito para ser considerados partidos políticos. Que el presidente que está en Palacio no tenga el soporte moral ni el profesional para dirigir los destinos del Perú, no quiere decir que los que se quedaron fuera, esperando a gritos en la plaza a que se libere el puesto, lo tengan.
Hay una apatía en el ciudadano que no es nueva, pero es peor. No será la primera vez que nos entreguen un país hecho pedazos en el que tenemos que criar y educar a nuestros hijos. No será la primera vez que nos obliguen a ver cómo desmantelan todo, sin que podamos hacer nada más que rogar por que se vayan rápido. Pero tengo la sensación, digo, tal vez me equivoque, de que cada vez nos resulta más agotador saber que alguien va a tener que ordenar las cosas. Como dice la poeta polaca Wislawa Szymborska, alguien va a tener que echar los escombros a la zanja para que puedan pasar los carros llenos de cadáveres. Y esos que arrastren vigas, apuntalen muros, pongan vidrios en la ventanas y goznes en las puertas seremos una vez más nosotros, los que nos hemos cargado este país al hombro desde siempre. Los que hacemos el trabajo duro; ese que no es fotogénico, ese que nadie cuelga en su Instagram.