Como era previsible, el Gobierno prorrogó la cuarentena en un infructuoso y muy costoso esfuerzo para tratar de frenar la propagación del coronavirus. No era la única opción, pero sí la más conveniente para un gobierno pendiente de su popularidad y aterrado con lo que sucederá al día siguiente del fin del enclaustramiento obligatorio.
Otra opción distinta, una razonable estrategia intermedia, había sido propuesta incluso por un miembro del propio Gobierno, la ministra de la Producción, Rocío Barrios, que sugirió que el 13 de abril se iniciara “una apertura gradual e incremental” por sectores y por etapas (“Gestión”, 6/4/20). Pero como se puede apreciar, su propuesta no fue aceptada.
Una definición gráfica de la errónea política del Gobierno –que muchos aplauden como si se tratara de privilegiar la salud sobre la economía– es la de Carlos Ganoza: “La cuarentena es más que un martillazo: es una comba que puede pulverizar la economía familiar y poner en riesgo la salud. A menor ingreso mayor tasa de mortalidad infantil, mayor muerte por enfermedades, menor expectativa de vida, etc.”. Su argumento es gráfico, al combazo le han seguido medidas económicas que constituyen el equivalente de la inyección de morfina más grande de la historia. Pero después de esto, con la caja fiscal exhausta, ¿con qué se afrontará la llegada de la segunda oleada del coronavirus? Por eso propone usar un bisturí en lugar de una comba (El Comercio, 8/4/20).
Pero usar un bisturí requiere de gobernantes y funcionarios competentes, hábiles y honestos, bienes más escasos que las mascarillas en estos tiempos.
Una estrategia intermedia implicaría reanudar paulatinamente las actividades productivas manteniendo indispensables restricciones de distanciamiento social, al tiempo que –aprendiendo de la experiencia de otros países, no solo los asiáticos sino vecinos como Chile– se incrementan las pruebas que permitan aislar a los infectados.
Varias de las disposiciones del Gobierno han tenido efectos contraproducentes. Por ejemplo, la prohibición total de la circulación jueves, viernes y domingo de esta semana, sumada a la de un día para hombres y otro para mujeres –copiado de Panamá– y el toque de queda, que reduce las horas útiles, ocasionó, como era de esperarse, una congestión monstruosa en el terminal pesquero de Villa María del Triunfo el miércoles, donde se agolparon miles de personas y que culminó con el cierre del terminal a media mañana.
Y casos como ese hay muchos. En lugar de favorecer el distanciamiento social con más horas y más días de atención en establecimientos indispensables, dispersando a la gente, el Gobierno se empeña en concentrarlos, propiciando el contagio. Eso sí, con el aplauso incondicional de los adulones.
El problema crucial es el de millones de peruanos al borde de la inanición. Dos periodistas han tratado el tema recientemente.
Andrea Closa, en un reportaje sobre personas de bajos ingresos, retrata varios casos que en realidad son similares al de muchas otras: “En el Perú hay gente, y no es poca, que ya no tiene paciencia. Y no precisamente porque extrañe pedir su plato favorito por delivery, sino porque ya no soporta el estómago vacío. Como Ronald Camacachi, trabajador de un chifa, y su esposa Katherine Solís, vendedora de chicha en la carretilla de una señora, quienes, al no poder trabajar, se quedaron sin ahorros, gastaron su último sol en una mascarilla para protegerse y acumularon hasta cinco días sin comer más que queques que sus vecinos les regalaban”. (“Los de arriba y los de abajo: la historia de quienes viven un verdadero estado de emergencia”, RPP, 8/4/20).
Patricia del Río se refiere a los peruanos que salen a las calles que son calificados como irresponsables, a los que el presidente ha preguntado “¿por qué no se organizan y compran para toda la semana?”, y responde: porque “el hambre los puede matar antes que el coronavirus, porque si se enferman ya están acostumbrados a que para ellos nunca hay cama en el hospital. Salen a la calle porque no tienen una refrigeradora donde almacenar sus productos una semana, presidente”. (“El hambre”, El Comercio, 9/4/20).
Pero a estas alturas ya no solo se trata de esos millones de informales que viven al día, sino, además, de otros millones que perderán sus empleos formales o que no están recibiendo ningún salario.
Insisto, si eso fuera suficiente para acabar con la pandemia, podría justificarse. Lo trágico es que no será así. Cuando finalice la inmovilización, el virus volverá inevitablemente a expandirse y encontrará más débiles a muchos, con menos defensas y sin posibilidad de obtener ingresos.
Parafraseando a Augusto Monterroso, cuando termine la cuarentena, el coronavirus todavía seguirá allí (y se propagará más rápido).
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