Posiblemente ningún presidente del mundo pasa por lo que Martín Vizcarra: tener que ponerse valerosamente a la cabeza de un Estado del cual hasta hace poco no se sentía jefe y al que consideraba, quizás con razón, una estructura obsoleta y desconectada de la sociedad.
Contra esa creencia ingrata y a cuatro días de su firme decisión de enfrentar dura y ejemplarmente la mortal plaga mundial del COVID-19, Vizcarra debe ser el primer sorprendido al descubrir un Estado que puede ser dirigido, organizado, coordinado, controlado, aunque temporalmente, en función del bien común: salvar millones de vidas humanas. El primer sorprendido también de que nuestra informal, fragmentada y relajada sociedad acepte por fin disciplinarse en torno a ese Estado al que comúnmente rechaza y desobedece, como a la ley.
De pronto los peruanos descubrimos igualmente que podemos ayudar a rescatar un Estado que de veras nos sirva; que de veras convoque nuestras coincidencias y valores; que de veras destierre nuestros egoísmos, recelos y odios; y que de veras encierre la promesa de un futuro tantas veces negado. Necesitamos un Estado y una jefatura de Estado capaces de unirnos, mientras aún no podamos evitar desunirnos en la comidilla política e ideológica menuda de nuestros sucesivos gobiernos y congresos. Necesitamos un Estado con el cual convivir a largo plazo, no por pánico a un flagelo mortal, sino a nombre del bienestar general.
Siempre tomé a broma esa confesión de Vizcarra de que no es jefe del Estado, sino jefe de Gobierno, porque precisamente lo he visto actuar hasta hoy más como jefe del Estado que como jefe de Gobierno. En la cruzada anticorrupción, imponiendo su liderazgo sobre el Congreso, la fiscalía y la justicia. En su confrontación contra la mayoría parlamentaria fujimorista, haciendo popular a sus fines la inconstitucional disolución del Congreso.
Vizcarra se siente indudablemente más cómodo como jefe de Gobierno, mandando sobre ministros, gobernadores regionales y alcaldes, que colocándose sobre la organización política del país, como en estos días, que requiere de un liderazgo más afinado, con pleno respeto de las libertades ciudadanas y del Estado de derecho. La jefatura del Estado, debidamente ejercida, es inherente a los valores estrictos de una democracia. La autocracia, perenne tentación de Vizcarra, es, por decirlo así, harina de otro costal.
No descarto la sensación de escalofrío que debió envolver a Vizcarra la noche en que anunció su decisión de poner al Estado en su conjunto frente a la amenaza mortal del coronavirus. Asia y Europa estaban llenándose de miles de contagiados, hospitalizados y muertos por el COVID-19. Se temía, sin duda, que este Estado, del que todos desconfiamos, comenzando por Vizcarra, no podría establecer el orden necesario. Había que instaurar una drástica cuarentena, al costo que fuere.
En efecto, Vizcarra decidió poner en marcha la cuarentena, a sabiendas del riesgo de desobediencia social que enfrentaría, como en efecto se comprobó solo al comienzo; a sabiendas de que somos una sociedad con hábitos y costumbres reñidos con la formalidad, la disciplina y la solidaridad; y a sabiendas de que una paralización del país tendría graves repercusiones económicas, comerciales y financieras.
¿Por qué un Estado al que temporalmente estamos haciendo viable no podría ser viable todo el tiempo? He aquí el reto para quien lo lidera, para la sociedad peruana que comparte la insólita experiencia unitaria de hoy, y para el Gobierno, el Congreso y la justicia, como pilares claves.
¿Por qué también, a partir del coronavirus, no hacer viable lo que nunca hemos podido hacer viable: un robusto sistema de salud, insuflándole reingeniería, confianza, equipamiento y un digno y merecido nivel salarial para sus cuadros profesionales y operativos?
La encrucijada del coronavirus nos ha traído al Estado como refugio y a la cuarentena como nuestra sana reclusión domiciliaria. La gran novedad es que nos haya traído a un jefe del Estado al que creíamos desentendido de esta alta y decisiva responsabilidad.