Patricia del Río

Era diciembre de 1914 y ya habían pasado algunos meses de fuerte e intensa guerra en Europa. Miles de jóvenes recibirían la con el frío del hemisferio norte calándoseles hasta los huesos. Desde sus trincheras inundadas, alemanes e ingleses intercambiaban disparos imprecisos que viajaban de un frente al otro sobre la llamada “tierra de nadie”. Esos kilómetros de tierra que separan a los bandos, que suelen estar regados de cuerpos sin sepultura. Desolación, hedor, agotamiento, muerte. Imposible imaginar un peor escenario para celebrar cualquier cosa.

Hasta que llegó el 24 de diciembre. Increíblemente, los alemanes se pusieron festivos y colocaron árboles iluminados en varios puntos del frente occidental. Los aliados se sumaron al entusiasmo y trataron de decorar esos huecos en la tierra que les servían de tumba prematura y de hogar. De pronto, un cese al fuego espontáneo, no pactado formalmente por ninguna de las partes en conflicto, se apoderó de la noche. Todos dejaron de disparar y, contraviniendo las reglas específicas de no confraternizar con el enemigo, los soldados alemanes entonaron Noche de Paz, y del otro los aliados les respondieron con villancicos como Adeste fideles.

La promesa de no matar cundió entre los “enemigos” y se pactó una que les permitió estrecharse la mano y fumar cigarros juntos. Hubo intercambios de regalos (te doy mi gorra, me quedo con tu insignia; toma una navaja de afeitar, gracias por la cantimplora) y al día siguiente se reunieron para ayudarse a sepultar a sus muertos. Hubo ceremonias, cantos, ritos. La fiesta se selló con una de las pocas actividades capaz de unir al mundo sin cuestionamientos: un partido de fútbol. El clásico más hermoso de la historia, entre alemanes e ingleses, quedó 3 a 2. Ganó Alemania.

Sobre el hecho han quedado testimonios de los soldados, que registraron en sus diarios lo que fue para ellos un milagro. Una noche, literalmente de paz, que no volvería a repetirse en lo que ha sido uno de los enfrentamientos más sangrientos de la historia de la humanidad. Diez millones de jóvenes perdieron la vida en la Primera Guerra Mundial. Para muchos de ellos, el 24 de diciembre de 1914 fue su última Navidad digna de recuerdo.

No hay guerra cuando no hay enemigos. El otro no es alguien a quien debamos destruir cuando decidimos mirarlo como un semejante. Los soldados que, zurrándose en órdenes superiores, se abrazaron en lugar de dispararse les dieron una lección a los que creen que la paz se edifica sobre el cuerpo, las piernas, los muñones, la vida, del hijo de alguien más.

Cuando los mandos militares se enteraron de la desobediencia en el campo de batalla, se enfurecieron e intentaron tapar el hecho. El “New York Times”, sin embargo, consiguió documentarlo y el 31 de diciembre del año del inicio de la guerra la publicó.

Pienso en la cantidad de hogares enlutados que reciben la Navidad con ausencias. Pienso en el hijo muerto, el padre asesinado, el policía herido, el comerciante arruinado, y me invade la rabia al constatar, una vez más, que estas desgracias las provocan quienes no las sufren. Las azuzan los políticos, las hacen estallar los extremistas, las publicitan los irresponsables en las redes con su desprecio y su ira. Son otros los que ponen el pecho en el que impactará la bala que les arrancará el alma y que les quitará la vida durante un enfrentamiento que no iniciaron.

¿Podrán abrazarse algún día los protagonistas de una batalla campal que se libra en las calles, pero que se diseña en oficinas y redes? ¿Podrán jugar una pichanga desafiando el odio de los que buscan destruirlo todo para construir un país sobre la tumba de alguien más? Sí y mil veces sí, porque los que queremos paz somos más. No dejemos que se silencien los villancicos con las proclamas de odio. Feliz Navidad.

Patricia del Río es periodista