“La política es el arte de lo posible... es la capacidad de escoger siempre en condiciones que cambian constantemente, lo menos dañino, lo más útil”. Las frases de Bismarck parecen una descripción adecuada de la concepción prevalente de la política hoy en el Perú. Habría que añadir que, a diferencia del político alemán, para el político criollo “lo más útil” es sobre todo aquello que le conviene personalmente y no tanto lo que es favorable para el interés general de la ciudadanía. Sea como fuere, la frase citada captura una concepción de la política despojada de todo sentido de búsqueda y trascendencia, convertida en la administración de un consenso ya dado. Y hoy ese consenso se centra en la idea de la infalibilidad del mercado, y en postular que la expectativa de rentabilidad del inversionista es la guía del interés común. Estas creencias han adquirido el estatuto de verdades de fe, tan autoevidentes que se presume que solo alguien cegado por la ignorancia, o por su propio interés, podría poner en duda.
Y es indudable que las políticas inspiradas en estas ideas han llevado, en las dos últimas décadas, a un crecimiento muy significativo que ha reducido la pobreza y potenciado enormemente el consumo. Pero también es cierto que esta visión niega que el ‘boom’ económico produzca las dinámicas que amenazan su propia sostenibilidad. Me refiero –centralmente– al desarrollo de un individualismo ultracompetitivo; al florecimiento de una cultura del éxito a cualquier precio; es decir, a una atmósfera que corroe los vínculos sociales, empezando por la familia y continuando con los que hacen posible toda clase de asociaciones. En medio de un empobrecimiento afectivo se hace muy problemática la interiorización de valores y normas que son la base de la institucionalidad, de la vigencia de la ley.
Al amenazante desfase entre el notable crecimiento económico y el deterioro de la institucionalidad se suele responder diciendo que el problema es educativo. Y que se podría solucionar elevando la calidad de la enseñanza. Pero no, el problema es más hondo. Educar en valores no es transmitir una información, ni enseñar una fórmula. La base de la educación es el afecto, salir al paso de la necesidad que tienen el niño y el joven por ser tratados con cariño y consideración; es decir, solo en la gratitud hacia la madre, el padre y el maestro es que las nuevas generaciones pueden hacer suyos los valores que se les pretende inculcar. Si no hay figuras cercanas que sean ejemplos con quienes identificarse, el niño podrá memorizar todos los valores y normas, pero igual los olvidará sobre todo si observa que sus maestros exhiben ese desinterés que significa la negación práctica de todo lo enseñado. De situaciones como esta nace el cinismo que hoy prolifera en nuestra vida social.
El mercado supone vínculos afectivos que la propia ideología del “éxito a cualquier precio” tiende a deteriorar. El crecimiento no es sustentable sin una prevalencia de la ley en las actitudes de la mayoría de la población. De hecho hay una tensión entre la ideología del mercado y la vigencia de las normas. Tradicionalmente esta tensión ha sido amortiguada por la gratitud hacia la vida, por esa disposición que nos lleva a dar sin calcular lo que habremos de recibir, por esa locura alegre que podemos llamar amor, caridad o generosidad. Patente en las palabras que Shakespeare pone en boca de Julieta cuando se dirige a Romeo: “Cuanto más te doy, más tengo”. En realidad, la idea de una sociedad puramente mercantil basada en la reciprocidad del “doy para que me des” y “recibo para darte” es una ficción imposible, pues así no habría, para empezar, quien cuidara de los niños y ancianos. Pero la realidad se va acercando a esa ficción de pesadilla de manera que más importante que la virtud real es la apariencia de virtud, que es más rentable. Vamos hacia una sociedad de cinismo generalizado, carcomida por la corrupción y la delincuencia que son cara y sello de la misma moneda.
La política debe entenderse como el arte de hacer posible lo necesario. Y hoy en día lo necesario es reforzar en los hogares, escuelas, universidades y centros de trabajo, y en la propia calle, una lógica de la gratuidad sin la cual no hay vida social posible. No es un lujo sino una cuestión de sobrevivencia.