En 1980, el gran autor de ciencia ficción e intelectual Isaac Asimov escribió una columna de opinión titulada “El culto a la ignorancia” en la revista “Newsweek”. En ella, examinaba cómo el anti-intelectualismo estadounidense lograba imponer un hecho trágico en la esfera pública: la falta de conocimiento tenía igual o mayor peso que el entendimiento. En sus palabras, se partía de la falsa premisa de que, en democracia, “mi ignorancia vale tanto como tu saber”. Se confundían, así, el principio de “una persona, un voto” con el hecho de darle pleitesía a la necedad.
Lo que más le llamaba la atención a Asimov, sin embargo, era que en sociedades con poblaciones cada vez más educadas, creciera al mismo ritmo un desdén hacia el conocimiento. En vez de admirar al sabio o al experto, se le tildaba de elitista, poco pragmático e ineficaz. Criticaba, así, el inicio de la era Reagan y cómo la bravuconada derechista y conservadora se construía sobre la base de un culto a la ignorancia.
Estas observaciones siguen teniendo preocupante vigencia. La brutalidad se extiende, no importando el color político, las creencias religiosas, las ideologías o la clase social. Lo observamos en las perniciosas manifestaciones en contra de las vacunas que salvan vidas. En los múltiples negacionismos a pesar de la contundente evidencia empírica y científica: sea la de las conclusiones de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, del cambio climático que está afectando seriamente nuestra vida en el planeta o de la esencial importancia de la equidad de género en la construcción de un mundo más justo. También está presente en las hordas mentecatas que solo saben vociferar consignas espurias y calumniadoras porque no son capaces de debatir y razonar.
¿Por qué estamos retrocediendo en vez de avanzar en estos tiempos de supuestas “sociedades del conocimiento”? Ensayemos algunas respuestas.
En primer lugar, vivimos en sociedades plagadas de un narcisismo exacerbado, en las que las personas no pueden tolerar la autoridad intelectual ni los méritos acumulados del experto. Algunos lo llaman la arrogancia del que no sabe, pero que –al mismo tiempo– no acepta que otros sepan.
En segundo lugar, la distancia entre los expertos y el lego es cada vez es mayor. Varias encuestas en Estados Unidos y Europa muestran que entre un tercio y la mitad de los adultos no dominan temas básicos sobre ciencia. Aun así, con esta base endeble, se sienten con derecho a opinar (¡hasta pontificar!) sobre asuntos complejos que afectan a todos. Hay también arrogancia entre los que más saben y no están dispuestos a tomarse el tiempo para enseñar.
En tercer lugar, el dominio de la comunicación y las redes digitales muchas veces lleva a respuestas reflejo en vez de ponderadas. Como comentaba Alfredo Bullard hace unos años, “la velocidad de la comunicación ha reducido nuestro tiempo para pensar” (El Comercio, 6/10/2017). Cada tuit exige respuestas inmediatas y el nuevo Descartes nos dice “respondo, luego existo”. Asimismo, compartimos información sin verificar, convirtiéndonos –sin querer queriendo– en co-conspiradores de las ideas más absurdas.
Finalmente, en cuarto lugar, a pesar de que académicos como Daniel Bell y Francis Fukuyama declaraban el fin de las ideologías extremistas, estas parecen más fuertes que nunca. La idea era que el crecimiento económico producto del capitalismo mundial y las libertades gracias a la democracia liberal nos llevarían a tal nivel de bienestar que no surgirían ideologías antisistema. No, pues; así no fue. Las desigualdades están más pronunciadas que nunca y nuestro planeta no resiste un crecimiento alimentado por un consumismo suicida. De una manera u otra se ha vuelto imprescindible un vuelco drástico de timón, pero cuya dirección despierta pasiones y mata la reflexión.
¿Es posible revertir estas tendencias? Volviendo a Asimov, lo que urgentemente necesitamos es crear una cultura de aprobación social del aprendizaje. Decía él entonces: “cualquier ser humano en posesión de un cerebro físicamente normal es capaz de aprender muchísimo y puede resultar sorprendentemente intelectual”. El asunto actual no es la falta de instrucción: no somos ignorantes. El problema es la actitud negativa hacia el conocimiento, lo que transforma a muchos en idiotas.
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