Augusto Townsend Klinge

“La se come a la estrategia de desayuno”, dijo alguna vez Peter Drucker, famoso gurú de la administración de negocios. Quería transmitir una idea sencilla pero poderosa: por más impecable que parezca una estrategia en su diseño, esta va a tener que ser implementada por un grupo humano que tiene un conjunto de valores, actitudes, destrezas y conocimientos. Es decir, una determinada cultura. Y si no hay correspondencia entre ambas, si la estrategia no conversa con esa cultura preexistente, es casi seguro que la segunda terminará imponiéndose.

Pienso mucho en esto cuando me aproximo a la discusión sobre las reformas políticas que requiere el país, que podríamos calificar como estrategia de corto y mediano plazo para solucionar algunos problemas de nuestra . Esta parece que estuviera pensada en florecer en una cultura democrática que no tenemos. La que sí tenemos se va a terminar devorando las reformas como un aperitivo.

Si ya es difícil hablar de reformas políticas en el Perú, lo es mucho más hablar sobre cultura democrática. La nuestra difícilmente podría hacer honor al adjetivo. No solo somos uno de los países donde menos se confía en la democracia en el mundo, sino que, en nuestros valores y actitudes, no evidenciamos precisamente convicciones democráticas en el día a día. Se nos hace fácil etiquetar de antidemocrático a quien sentimos que está en el bando opuesto, pero al hacerlo muchas veces dejamos claro que nosotros tampoco entendemos bien qué supone vivir en democracia.

Veamos algunos ejemplos. La democracia es un sistema político cuya lógica esencial es la alternancia en el poder. Hay elecciones libres y periódicas en las que a veces ganan los políticos por los cuales uno vota, y a veces no. La sociedad se reconoce a sí misma como ideológicamente diversa y las preferencias políticas van reconfigurándose, favoreciendo a partidos de distinta tendencia según cómo vaya cambiando el contexto y los anhelos de la ciudadanía.

Mucha gente cree, sin embargo, que la democracia es como un juego cuyas reglas hay que saber manipular o someter para que gane siempre el político que yo prefiero. Porque si fuera a ganar el que está del otro lado, sería el acabose. Quienes piensan así en realidad quieren vivir en una dictadura, solo que encabezada por el partido que les gusta. No advierten que el exceso de poder es peligroso incluso en los políticos que sentimos más cercanos.

Esta visión de la democracia como un juego de suma cero, en el que solo queda matar o morir, hace que muchos vean a quienes votan por el político con el que uno discrepa como enemigos, y que resulte razonable amenazar con no aceptar los resultados electorales si son desfavorables. Si para uno es tan claro que “nuestro” político es el que tiene la razón, solo hay dos formas de explicar por qué alguien votaría por uno distinto: esas personas, o bien son ignorantes, o bien lo hacen por maldad. Quizá sería mejor que no voten, o que se vayan del país.

Es curioso cómo podemos ser liberales en nuestro entendimiento del mercado (cada quien sabe lo que más le conviene en sus decisiones), pero en el ámbito político creemos saber mejor que otros qué políticos les convienen a ellos. Por eso son tan populares medidas como la prohibición de la reelección parlamentaria, que no buscan castigar la traición de los congresistas por los que nosotros votamos (deberíamos poder hacer eso con nuestro voto en la siguiente elección), sino que buscan castigar a los congresistas que, mal que bien, representan a otros.

Falta espacio para seguir con los ejemplos. ¿Notan ustedes cómo nos preocupa tanto el ‘bullying’ en las escuelas y, sin embargo, normalizamos el ‘bullying’ cuando discutimos de política? ¿Cómo le enseñamos a nuestros hijos el valor de la igualdad y, sin embargo, no creemos plenamente en el ideal republicano de que somos todos y todas ciudadanos igualmente dignos y libres? ¿Cómo entendemos el valor de la colaboración o de la confianza en tantos aspectos de nuestras vidas, pero asumimos que nuestros políticos deben estar permanentemente enfrentados y desconfiar unos de otros? ¿Cómo condenamos de la boca para afuera la corrupción y, sin embargo, sobornamos al policía que nos interviene?

Nuestra cultura democrática hace agua por todos lados. El gran asunto pendiente que tenemos como país, más importante que las reformas políticas, es una discusión sobre valores, sobre qué implica realmente vivir en democracia. No para los demás, sino para nosotros mismos. Qué es lo que tengo que hacer yo para que la democracia funcione, qué valores defender, qué actitudes cambiar. Entender qué es lo que debe aportar cada uno para construir esa cultura que, en última instancia, es lo único que nos va a sacar en definitiva de esta crisis.

Augusto Townsend Klinge es cofundador de Recambio