¿No nos da vergüenza?, por Carlos Galdós
¿No nos da vergüenza?, por Carlos Galdós
Carlos Galdós

Los peruanos somos malagradecidos, tiranos con quienes nos dan un servicio o nos brindan ayuda o protección. ¿Creen que exagero? Prepárense porque esto viene sin anestesia.

Para comenzar, les pagamos sueldos miserables y muchas veces sin beneficios sociales a quienes cuidan de nuestros hijos en nuestra propia casa y nos cocinan, limpian los cuartos, hacen nuestras camas y lavan nuestra ropa interior. Hacemos dormir a esas señoritas que se han roto la espalda todo el día por nosotros en una cama de media plaza donde no entra ni en posición fetal.

Somos tan egoístas que cuando un policía osa ponernos una papeleta por haber cometido una infracción, lo humillamos, lo denigramos, le hacemos sentir el ser más miserable sobre la Tierra. “¿Acaso no sabes quién soy yo?”, solemos escupirle a quien trabaja muchas veces con un sueldo bastante bajo para lo que hace. Pero eso sí, cuando se meten los rateros a tu casa, al toque llamas al 105. A propósito, otra tira de estúpidos se pasa todo el día llamando para tomarles el pelo a los operadores del servicio de emergencias. Piensan que son graciosos. Pobre de ellos.

Otra cosa que me molesta de muchos peruanos es cuando son los primeros en hacerle mala publicidad a nuestro país. Nos presentan a alguien que está de paso por acá y de inmediato le soltamos una serie de advertencias. “No se te vaya a ocurrir ir por determinada zona porque por ahí roban”, “ni te subas a un taxi, que te van a violar”, “cuidado con lo que comes, no te vaya a malograr el estómago”. Nos volvemos una especie de PromPerú pero al revés. Y el turista, que ha llegado feliz, nos mira con cara de “what da faq” (que en cristiano significa “¡qué carajos te pasa!”).

Los peruanos nos quejábamos porque teníamos un transporte público de mala calidad. Pero nos ponen el Metropolitano y lo hacemos leña. Orinamos en las estaciones, nos agarramos a golpes para entrar, manoseamos a las mujeres. Entonces, la pregunta es si es el transporte o el pasajero el que es de mala calidad.

Encima, pasan los años y los peruanos seguimos viviendo en medio de contrastes frente a los cuales nadie mueve ni una ceja. Por ejemplo, en las zonas más pobres de la capital, las personas pagan 15 soles a un camión cisterna por un bidón hipopótamo de agua que ni siquiera es potable. Mientras tanto, en San Isidro, el m3 de agua no llega ni al sol y, además, se usa agua potable para regar las veredas.

Por otra parte, ya sabemos que vendrá la helada a mediados de año y todavía las autoridades no hacen nada ante una realidad que ya está programada como un ítem en el cuadro de comisiones periodísticas de todos los noticieros. Huancavelica registra una pobreza espantosa, solo comparada con la de Burundi, en el África, pero más pena nos da ver en el Facebook la foto de los negritos de allá que la de los cholitos de por acá. Porque la indolencia es nuestra insignia.

Somos una sociedad que debería sentir vergüenza porque fracasamos en el día a día. Tanto así que ni siquiera por interés propio logramos cuidar-defender-proteger a quienes sin ningún pago o beneficio a cambio deciden poner su vida a nuestro servicio. Los bomberos peruanos son los peor equipados de la región, pero allí están, pese a estas condiciones, listos para arriesgar su vida por muchos de aquellos a los que ni siquiera les importa cuando escuchan ulular una sirena. La tragedia que les costó la vida a tres de ellos no tiene nombre. Ha sacado de mí toda esta bilis que he escrito. Y lo más grave es que se repetirá muchas veces más, porque si algo nos caracteriza, es que no aprendemos de nuestros errores.

Esta columna fue publicada el 22 de octubre del 2016 en la revista Somos.