"Tras la devastación pandémica de la  salud y la economía, uno creería que hoy toca colaborar y reconstruir". (Ilustración Giovanni Tazza)
"Tras la devastación pandémica de la salud y la economía, uno creería que hoy toca colaborar y reconstruir". (Ilustración Giovanni Tazza)
Gonzalo Zegarra

La polarización en la segunda vuelta –como van las cosas– podría ser más encarnizada que las del 2011 y 2016. Ellas explican en parte la profunda crisis de hoy. Aunque hace 5 años las opciones eran la derecha (“popular”) y la centroderecha (tecnocrática), los ánimos se exacerbaron hasta desencadenar dos intentos de vacancia, una renuncia presidencial, un cierre del , una vacancia efectiva y una renuncia más; siempre a través del uso jurídicamente discutible –por decir lo menos– de esas figuras.

Tras la devastación pandémica de la salud y la economía, uno creería que hoy toca colaborar y reconstruir. Pero ni los mecanismos institucionales ni las actitudes individuales (con impacto social) parecen ir hacia eso. Los políticos se traicionan y acusan mutuamente, abundan las , las redes sociales revientan de insultos y amenazas, las candidaturas de centro se desinflan… y empiezan a arreciar los populismos de izquierda y de derecha. La gente de a pie, en tanto, trata de sobrevivir organizándose a nivel familiar y comunitario. ¿Por qué no escala esa actitud colaborativa al escenario nacional?

Porque desconfiamos profundamente de quien piensa distinto, o pertenece a un grupo de interés contrapuesto, al punto de querer excluirlo de la política y meterlo preso. Al no aceptar nuestras diferencias, paradójicamente, tampoco aceptamos nuestra igualdad. El mismo error cometido por alguien afín es explicable y hasta justificado; pero si lo comete otro merece implacable condena. Aplicando la “falacia del jurado holgazán” (Trevor Burrus) asumimos que si alguien defiende una postura que contraviene la nuestra, es por pura maldad.

Revive así, como ha recordado Aldo Mariátegui, la figura bíblica de los fariseos: una casta de notables que condena desde su púlpito imaginario cualquier desviación de los sentimientos o valores que ellos creen obligatorios. Por otro lado, y aunque casi no se usa en el Perú, me gusta recoger de las culturas anglosajona y germánica (a las que estuve expuesto desde chico por razones familiares y educativas) la expresión “filisteos” para describir a quienes solo actúan en función a su interés (económico) inmediato y desprecian con prejuicios antiintelectuales cualquier consideración ulterior. En la bipolaridad criolla, los conservadores atribuyen a la izquierda ser farisea en sus valores cívicos (DD.HH., democracia) y filistea para cobrar consultorías y fondos de la cooperación; mientras que los ‘progres’ acusan a la derecha de farisea en lo religioso pero filistea para privilegiar los negocios.

Probablemente ambos proyectan psicológicamente, porque nadie actúa por altruismo puro, ni solo por beneficio individual. Según Martin Novak, biólogo y matemático de Harvard, somos la especie más colaborativa del planeta. Pero siglos de observación económica y moral nos muestran también egoístas y competitivos. Por ello los sistemas sociales –como la democracia– suelen ser a la vez colaborativos y competitivos. El “dilema del prisionero” en la teoría de los juegos plantea que si alguien actúa egoístamente y su contraparte colabora, el egoísta gana todo y el colaborador pierde. Si los dos colaboran (transan) ninguno gana todo, pero ambos ganan mucho. Pero si los dos actúan egoístamente, ambos pierden.

Para que eso funcione, tiene que regir una mentalidad de suma positiva, donde sea concebible que las dos partes ganen a la vez (win-win). Pero como apunta Adam Garflinkle en su artículo “The Darkening Mind” está regresando, tanto en la izquierda como en la derecha, la mentalidad preilustrada de la suma-cero, en la cual solo se gana a costa de que pierda otro. Si el universo de bienes, materiales o morales es constante, no es posible el crecimiento. Rige así la lógica amigo-enemigo de Carl Schimitt, y la dialéctica marxista de exacerbar contradicciones. Ahí estamos hoy.

Pero la política existe para reconocer diferencias e intentar construir coincidencias para convivir a largo plazo. Eso es imposible si prima la intransigencia, como demuestran estos últimos cinco años, incluyendo la invención y decadencia del vizcarrismo como (falsa) alternativa al ppkausismo primero y al después. No me quiero imaginar en qué podemos terminar si se siguen repitiendo esas disyuntivas.