Carmen McEvoy

Si bien su lugar de nacimiento aún genera controversia es importante subrayar que desde sus inicios (nombre artístico de Zoila Emperatriz Chávarri) se presentó como cajamarquina. En una entrevista, publicada en 1942 en la revista “Peruanidad”, señaló ser originaria de Cajamarca, ciudad “donde fue ejecutado Atahualpa, el último rey de los reyes”. Súmac, producto de las migraciones de las décadas de 1930 y 1940, recordaba que en su “patria chica” murió el gran inca, “pero no la tradición incaica” que los cajamarquinos llevaban “bien adentro como un culto racial”.

Años después, y con ocasión de su viaje a los Estados Unidos, una serie de instituciones cajamarquinas afincadas en Lima, entre ellas el Centro Celendín, el Club Cajamarca, el Centro Provincial Contumazá, el Centro Social Cutervo, el Centro Chota y el Centro San Carlos de Bambamarca, le rindieron un cálido homenaje a la notable paisana que asumía un nuevo desarraigo; uno que la llevaría a la meca del capitalismo mundial.

En 1972, y ante la difusión de una partida de nacimiento chalaca, Yma señaló que su nacimiento pudo haber ocurrido en el Callao, donde su padre ichocano se dedicaba al transporte y al comercio. Lo que realmente importaba, de acuerdo con sus propias palabras, era una peruanidad, que, a esas alturas de su vida, era de naturaleza itinerante. Porque si tomamos en consideración la etapa chalaca, que la convierte en una hija predilecta del Callao, pero también la limeña, donde iniciará, junto a otro provinciano, Moisés Vivanco, sus pininos en la Pampa de Amancaes y en Radio Nacional, lo que sorprende y admira es una sumatoria de identidades y experiencias de vida que tanto ella, hija de ancashina, y Vivanco, nacido en Huamanga, conciliaron a lo largo de una trayectoria en la que universalizaron al Perú. Un país que, cual embajadora autoproclamada, Súmac representó de manera ecléctica para desconcierto de sus implacables críticos, que le daban batalla en el territorio de lo “auténtico”. Un constructo cultural que ella y Vivanco reinventaron, decenas de veces, mediante la extravagancia, la ficción y una fantasía y creatividad ilimitada.

En sus primeras presentaciones en una Lima que, según José María Arguedas, empezaba a recibir una importante cantidad de “gente andina” derivando en una admisión con “aplauso sincero” de aráskaskas, yaravis y kaswas interpretadas por “músicos cholos”, Yma solía vestirse con el traje cusqueño al que adornaba con lentejuelas y en ocasiones con plumas de colores. Cuando Emperatriz conoce a Moisés, ella ya poseía una voz de soprano de coloratura. ¿Cómo lo consiguió? La protagonista de “El secreto de los incas” declaró que fue en Ichocán, la tierra que siempre llevó en el corazón, donde aprendió a cantar imitando el canto de los pájaros, entre ellos los zorzales y las santa rosas que aún hoy lo visitan, inundándolo con sus trinos. Si bien hay una cuota de fantasía en esas declaraciones, Emperatriz fue una autodidacta marcada de por vida por un distrito cajamarquino con un clima, una luz natural, una placidez y un aroma a árboles en verdad excepcional. Cuando uno recorre sus calles, entiende no solo la identidad primera de una gran diva peruana, sino el anclaje cultural que forjó un carácter indomable, indispensable tanto frente a un triunfo súbito y apoteósico como ante una adversidad que nunca la abandonó.

Jaime Bedoya tiene mucha razón en indignarse por la indiferencia que el Estado ha mostrado respecto a una peruana universal, cuyo centenario ha pasado sin pena ni gloria. A mí, personalmente, no me sorprende porque ese es el trato que usualmente reciben los peruanos excepcionales que honran a su patria en solitario. No hay que olvidar que el expresidente Toledo, ahora acusado de un escandaloso latrocinio, no recibió a Súmac en Palacio de Gobierno cuando ella recibió la Orden del Sol y que su venida, para ese evento, fue organizada por Miguel Molinari porque el Ejecutivo –presuntamente– no contaba con los recursos para financiar su viaje y estadía, mientras se festinaban millones de dólares en coimas. En esta ocasión, los enredos legales que marcan la vida del presidente le impiden pensar en lo importante y eso es rendirle homenaje a una cajamarquina que dignificó y elevó al Perú.

Afortunadamente, Perita, como la llamaban de cariño sus familiares, fue celebrada tanto en Cajamarca como en Ichocán, ahí desde el alcalde hasta los directores de colegio, animadores culturales y los niños que le bailaron la danza de los diablos nos dieron una lección de civismo, de identidad y de amor y respeto por lo propio, cada vez más escaso.

Carmen McEvoy es historiadora