"En la construcción de la narrativa sobre la modernidad, era bastante común la mirada condescendiente del mundo urbano hacia el rural". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"En la construcción de la narrativa sobre la modernidad, era bastante común la mirada condescendiente del mundo urbano hacia el rural". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

“Hoy tenemos a un ministro que ha venido de la chacra, del último rincón del país, porque sabe dónde está la necesidad”. Así defendió el presidente a su cuestionado ministro de Salud, . En vez de exponer la ética, los méritos profesionales y de gestión del susodicho, resaltó –como garantía de idoneidad– sus orígenes. Volvió a poner sobre el tapete la manida dicotomía rural-urbano, provincias-Lima, puro-corrompido. Comparte así, con otros extremos, un chato esencialismo que alimenta la polarización que tanto daño nos está haciendo.

En la construcción de la narrativa sobre la modernidad, era bastante común la mirada condescendiente del mundo urbano hacia el rural. La ciudad reflejaba lo cosmopolita, la alta cultura, la sofisticación, la ciencia y la tecnología. Mientras que el campo era visto como sinónimo de lo simplón, el atraso, lo bárbaro y lo conservador. Ese gran admirador del progreso, Karl Marx, consideró en el año 1852 que la masa campesina francesa era una simple suma de unidades indistintas y la comparó, en sus palabras, al hecho de que “las papas de un saco forman un saco de papas”. La revolución francesa los había convertido en parcelarios y muchos de ellos –de acuerdo con Marx– habían perdido la conciencia de clase que antes les había permitido rebelarse contra la aristocracia terrateniente.

Los primeros sociólogos también construyeron una visión dualista de la sociedad. Herbert Spencer consideraba que las sociedades evolucionaban desde los sistemas autoritarios militares (agrarios) a los libres democráticos (industriales). Max Weber comparaba la sociedad tradicional costumbrista y supersticiosa con la moderna racional y desencantada. Y así, muchos más. Inclusive, en la segunda mitad del siglo XX, este dualismo siguió teniendo vigencia en la llamada teoría de la modernización.

Sin embargo, acompañando estas interpretaciones, existían críticas hacia lo urbano. La ciudad era vista como destructora de la comunidad y la solidaridad, compuesta de relaciones frías e interesadas, con falta de ética y deshumanizante. Por el contrario, el campo se presentaba como puro, incorruptible y, recientemente, amigable con el medio ambiente. Siguiendo libremente a Jean-Jacques Rousseau, en el estado de la naturaleza el ser humano era bueno, pero la sociedad terminaba sojuzgándolo y corrompiéndolo. Pero nacía ahí el gran dilema. ¿Buen salvaje o corrupto civilizado? Como todos sabemos, la solución de Rousseau era el “contrato social”, que restringía el control de la sociedad sobre el individuo.

Por desgracia, hace años que nos deshicimos del contrato social, principalmente por desuso. En su lugar, dominan los arreglos en ‘petit comité’ y el personalismo. Hemos claudicado al hecho de poner énfasis en las instituciones y en su fortalecimiento para hacer hincapié en los orígenes y rasgos inherentes, según el tipo de persona que las encabeza. Hemos caído en un esencialismo barato. Si tiene nivel socioeconómico alto y ha sido educado en ciertas instituciones educativas, es eficiente e idóneo (“gabinete de lujo”). Si está alejado de la ciudad capital, tiene pasado y pertenece a organizaciones populares, es cercano al pueblo y bueno. Ya no se juzga a la persona por su integridad moral, vocación de servicio, disposición al aprendizaje o sensibilidad ciudadana.

Caemos, entonces, en un simplismo idiotizado. El ministro será de chacra, pero justo por ello es probable que no conozca plenamente dónde está la necesidad. Sí, señor Condori, hay más pobres en la costa que en todo el ande y la selva peruana combinados (INEI, 2021). Más aún, si sumamos todos los pobres del departamento de Lima y la provincia constitucional del Callao (el 27,5% de la población o aproximadamente 3,29 millones) son casi igual número que la suma de todos los pobres de los departamentos andinos (el 37,4% de la población o aproximadamente 3,35 millones). Superar la pobreza –sea urbana, rural, costeña, andina o selvática– necesita de estrategias diseñadas desde el conocimiento, la experiencia y el compromiso, no de un ‘feeling’ o cercanía originaria. Urge de miradas múltiples porque así de compleja es la necesidad de los peruanos y peruanas más postergados. Y también necesita de la humildad del que sabe mucho, pero quiere aprender más.

Es increíble el daño que están haciendo al utilizar la figura del campesino como pretexto para defender nombramientos y acciones cuestionables. El presidente Castillo está traicionando las legítimas reivindicaciones y demandas de las mujeres y hombres del campo.

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