Y se consumó el despropósito.
Desde que Martín Vizcarra anunciara el pasado 28 de julio su deseo de adelantar las elecciones generales, se necesitaron tan solo unas pocas semanas para llevar a la república desde la incertidumbre al caos. Hemos pasado de la confrontación, la acrimonia y el desgobierno al vacío que presagia aún mayor parálisis y postergación en medio de la algarabía pasajera del insensato ‘que se vayan todos’.
No se trata solamente del fracaso de Kuczynski, de Vizcarra o del Congreso. Todos han perdido; el país ha perdido. Hemos asistido al patético espectáculo creado por el defectuoso sistema político que le dio mayoría congresal a un partido y la presidencia a otro. El fujimorismo no pudo digerir la derrota ni deshacerse de su ADN autoritario. Del otro lado, PPK y sus ministros no pudieron entender que la mayoría congresal era electoralmente legítima y que para poder gobernar tenían la responsabilidad de cerrar las heridas abiertas en la virulenta campaña por el triunfo en la segunda vuelta; tender puentes, e insistir abierta y públicamente en entablar el diálogo constructivo. Al fin y al cabo, los planes de gobierno de ambos bandos eran similares.
La crisis actual desnuda al Perú como un país de débiles instituciones, donde el Estado disfuncional, ignorante y ausente ha fallado monumentalmente en proteger y nutrir el contrato social. El presidente, sus ministros, los congresistas, los gobernadores y alcaldes son responsables de esta crisis; como también lo son muchos integrantes de la élite empresarial peruana obsesionados con el corto plazo, su ‘adulación a quien gane’ y su torpe falta de visión de futuro. Especial mención merece también la izquierda arcaica (distinta de la izquierda moderna) que, valgan verdades, sí ha tenido una visión coherente en su afán de fabricar atraso y pobreza, al persistir en la subversión del régimen económico actual. Ese régimen que en 25 años triplicó el tamaño de la economía, acabó con la inflación, y disminuyó la población en estado de pobreza del 55,2% al 20,5% acortando al mismo tiempo la desigualdad.
No bastaron la salud de los fundamentos económicos del país, la laboriosidad del común de la gente, ni sus riquezas inherentes para impedir que toda la clase política, la élite empresarial y el carnaval mediático enrumbara a la nación nuevamente hacia la senda del estancamiento y el conflicto social. Digo nuevamente, porque errores similares al que sufrimos han impedido, una y otra vez, alcanzar el desarrollo y bienestar colectivo en dramático contraste con naciones de otras latitudes. Hace cuatro décadas, varios países hoy desarrollados tenían un nivel de vida similar al peruano. Sin embargo, el estancamiento peruano hizo que le tomara 36 años para solamente recuperar, en el año 2003, el ingreso por habitante que poseía en 1967 (ver BCRP, Memoria 2018, anexo 1). ¡Más de tres y media décadas perdidas!
¿Qué nos espera en los meses y años siguientes? Difícil saberlo, pero lo más probable es que si Vizcarra prevalece, tendremos un Congreso peor que el que está aparentemente disuelto y se habrá creado el escenario propicio para que la izquierda conservadora llegue a la consecución de su más ansiado objetivo: el fin de la vigencia de los principios consagrados en el capítulo económico de la Constitución. Pero aun si la tormenta amainase, el daño propiciado desde el 2016 ya está hecho. Deberemos transitar durante los próximos años con la incertidumbre ya instalada, la impericia del Ejecutivo, la mendacidad de muchos miembros del Congreso, la destrucción del carácter unitario de la nación, la fragmentación creada por la regionalización y sus díscolos gobernadores. Ellos continuarán desmembrando el país, exentos irresponsablemente del control legal del que han abdicado quienes dirigen los entes rectores del poder central.
Los ciudadanos tendremos que acostumbrarnos al regreso de la ‘normalidad’ que existió con anterioridad a aquel momento en que el Perú decidió modernizar su régimen económico. Nos tendremos que acostumbrar a que el país se gobierne, sobre una emasculada Comisión Permanente, mediante decretos de urgencia inspirados en cualquier populista o iluminado al interior del círculo íntimo del poder.