Cuando vemos a fiscales y jueces encabezando el ruidoso espectáculo de investigaciones, delaciones, capturas, allanamientos domiciliarios y prisiones preventivas, vemos algo así como el fin de la impunidad de políticos y empresarios.
Que la gente crea que esto ocurre de verdad no es novedad.
Cuando vemos a estos mismos políticos y empresarios pugnando por su legítima presunción de inocencia y su derecho a un debido proceso, pero a su vez listos a entrar en campaña electoral en busca de su retorno al poder, vemos algo así como el fin de la tan pregonada cruzada anticorrupción.
Que esto cause decepción en la gente tampoco es novedad.
¿Quién nos salva de esta contradicción tan natural a nuestra realidad y nuestra historia?
No es que el señor Ollanta Humala, por ejemplo, que pasó por una injusta prisión preventiva, tenga vedado su derecho a retornar al poder, sino que políticos y empresarios como él tienen sobre sí una pesada carga de investigaciones que despejar, pero también la liviandad de que sobre ellos no hay acusaciones en desarrollo ni juicios orales en camino ni, por supuesto, sentencias previstas para el próximo año o el 2021.
En el fondo todos ellos viven en la inaceptable condición híbrida de no ser ni inocentes ni culpables, solo juzgados a veces bien y a veces mal por los medios y la opinión pública.
Mientras todos los imputados en el Caso Lava Jato sigan siendo constitucionalmente inocentes, porque judicialmente no se han probado sus responsabilidades y culpabilidades, ¿de qué anticorrupción hablamos?
¿De la anticorrupción que inauguró el presidente Vizcarra impulsando la disolución del “corrupto” Consejo Nacional de la Magistratura para acabar no teniendo nada concreto en su reemplazo hasta hoy, excepto una voluntariosa iniciativa llamada Junta Nacional de Justicia?
¿De la anticorrupción que encarnan los fiscales Vela y Pérez, más por su cuenta y riesgo que como parte de la acción institucional del Ministerio Público con cuya jerarquía y autoridad ambos magistrados están en permanente conflicto?
¿De la anticorrupción que convierte al Ministerio Público y al Poder Judicial en rehenes de un acuerdo con Odebrecht, en virtud del cual la empresa corruptora reclama al Estado Peruano una suma millonaria en dólares a cambio de poner en lista y a capricho suyo a los supuestos receptores de sus sobornos?
¿De la anticorrupción que con perfil bajo y mucho tecnicismo despliega la Contraloría General de la República, pero que debiendo ser empoderada con mayor autoridad en su dominio fiscalizador y sancionador, tiene que resignarse al tenor de resoluciones legislativas, gubernamentales e inclusive del Tribunal Constitucional que restringen notoriamente su severa intervención en la administración estatal?
Cualquier injerencia gubernamental en la penalización de la corrupción y la impunidad, como se ha visto en algún momento, por sobre autonomías jurisdiccionales muy claras, solo va a hacer que la politización de la justicia y la judicialización de la política sea cada vez mayor, sin resultados en acusaciones ni en sentencias firmes.
Si Vizcarra quiere dejar como legado un país sin corrupción ni impunidad, tiene que por lo menos construir sin demora cláusulas doradas firmes que prohíban terminantemente que presidentes y ministros puedan abrir y cerrar contratos de privados con el Estado y que obliguen que estos contratos tengan que pasar necesaria y estrictamente por el tamiz de la Contraloría General de la República.
El mandatario no puede seguir viendo la corrupción en todas partes y haciendo la vista gorda en las esferas propias de su control, administración y responsabilidad, que son el Gobierno y el Estado, donde el sistema o los sistemas de concesiones y contrataciones, de supervisiones y arbitrajes tienen que ser revisados a profundidad, antes de que sus actuales estructuras estallen en escandalosas revelaciones.
El Gobierno no puede hacer de la anticorrupción el pan de cada día del país si no empieza por insertarla en ministerios, direcciones generales, gobiernos regionales y alcaldías, y finalmente en las funciones y competencias de todos los que ejercen función pública.