La campaña del frente republicano para evitar que la ultraderecha de Marine Le Pen ganara las inesperadas elecciones legislativas, convocadas por el presidente francés Emmanuel Macron, dio el resultado esperado. El bloque izquierdista del Nuevo Frente Popular (que incluye a la Francia Insumisa de Jean-Luc Melenchon, así como a socialistas moderados, ecologistas, progresistas y comunistas) y el soso macronismo, llevaron adelante el ‘faire barrage’ (hacer bloqueo), que consistió en votar estratégicamente en cada distrito electoral para evitar que los candidatos del Reagrupamiento Nacional saliesen elegidos. El sistema de elección parlamentaria en dos turnos permite este juego en que el partido con mayor votación popular (31% de votos válidos en la primera vuelta; 37% en la segunda vuelta) pueda ser postergado al tercer puesto en número de representantes (143 diputados sumando aliados), por detrás de una mayoría izquierdista (182 escaños) y de la alianza centro-macronista (168 escaños).
Este resultado ha generado alivio entre los “republicanos”, triunfalismo entre los radicales izquierdistas, e indignación entre la ultraderecha. Mientras los seguidores de Melenchon reclaman encabezar el gobierno como expresión de la voluntad popular, ante los centristas que no ceden, Jordan Bardella –el delfín de Le Pen– consideró el pacto electoral de sus opositores como “innoble”, producto de un “voto vergonzoso” cuyo fin ha sido “privar la representación de los franceses que propugnan el cambio”. En realidad, “nadie ha ganado el domingo [7 de julio]”, tuvo que aceptar Macron en estos días. ¿Cómo es posible que un mismo resultado electoral tenga interpretaciones tan contradictorias?
De un tiempo a esta parte se han hecho más frecuentes los comicios que se desarrollan con la lógica del “mal menor”. El ‘faire barrage’ francés (referido como ‘cordón sanitario’, en español; ‘the lesser of two evils’, en inglés) es esa estrategia predominante que se emplea cuando existen identidades negativas sobresalientes (como el antilepenismo en Francia, el antifujimorismo en el Perú) que llevan a cada vez más electores a descartar, antes que a elegir. Esto genera un complejo desafío para la democracia, pues su espíritu se basa en que la elección sea un ejercicio de endose a un partido, a un programa, a un líder, incluso a un patrón, pero no un instrumento principalmente empleado para censurar, rechazar o impedir que otros lleguen al poder. Sociedades en las que los electores no saben lo que quieren (aunque solo saben lo que no quieren) son difíciles de representar políticamente, porque el voto no tiene mandato que construya rendición de cuentas, ya que esta termina en el momento en que se anuncian los resultados. Después haber hecho morder el polvo de la derrota al rival, ¿qué?
Por otro lado, en estos contextos, la minoría más grande queda frustrada, porque si bien su voto no alcanzó el “cincuenta más uno”, sí agregó una cantidad sustancial de endoses a una propuesta (ya sea partidaria o personalista). Pero sus aspiraciones de ver sus votos convertidos en medidas gubernamentales (“sus ideas en el poder”, decía Bardella) se desvanecen y pasan a una dimensión desconocida, provocada por el sistema electoral mayoritario y el “cordón sanitario”. ¿A dónde va el amor que calla?, se preguntaría el baladista Ricardo Montaner frente a los votos “a favor de”, que la lógica del “mal menor” desaparece “entre tus manos como arena”. Me temo que se refugian en el encono, encubando mayores radicalismos y alimentando resentimientos. Porque la “victoria de mañana” (Bardella dixit), más que esperanza, es odio cotidiano.
Paradójicamente, quienes se consideran demócratas, al activar el voto anti (en nombre de la democracia), crean un problema sistémico para el funcionamiento de las democracias. Debido a la dinámica del “malmenorismo” (“El País”, 7 de julio del 2024), la democracia deja de ser el sistema que representa a las mayorías y se vuelve representante exclusiva de las antimayorías. Si bien esto previene de la consagración electoral de supuestas amenazas a la democracia (el recalcitrante fascismo europeo definitivamente lo es, aunque la italiana Giorgia Meloni no ha seguido ese camino; al menos, no hasta ahora), nos lleva a un limbo eterno de incertidumbre institucional, empantanado por pactos políticos efímeros que, aunque exitosos en derrocar al rival, son inútiles para gobernar un país. “Hay que salir de fantasías, nadie es mayoritario”, indica un diputado macronista; “no hemos sufrido todo esto para gobernar con extremistas”, sustenta un diputado ecologista, mientras los “ganadores” franceses intentan algún acuerdo de gobierno, ante el candado de no poder repetir elecciones hasta dentro de un año.
Michel Houellebecq, genial en describirnos escenarios apocalípticos en su literatura, nos llevaba, en “Sumisión” (2015), a un contrafáctico de un alternativo 2022, en el que el voto en contra de Marine Le Pen llevaba a la victoria de la Hermandad Musulmana, un partido islamista ficticio, que luego de sobrepasar por uno por ciento al socialismo, en la primera vuelta, clasifica sorprendentemente al ‘ballotage’ y consigue “representar” el antilepenismo. Un gobierno musulmán en Francia –fuga de capitales, el sistema educativo tomado por valores islámicos, judíos huyendo del país, entre otros– puede ser tan apocalíptico como la trampa de la incertidumbre perpetua a la que nos conduce “el mal menor”. Es decir, a la Francia de estos días, que en vez de “clarificar” (Macron dixit), se confunde; esa en la que todos (y nadie a la vez) se proclaman ganadores del 7 de julio (La Francia Insumisa, Socialistas, Ecologistas, Comunistas, centristas) y del mañana (Le Pen), en la que nadie quiere compartir el poder. Pero esta configuración no es exclusiva de Francia, sino característica de las democracias con identidades negativas: las democracias de los antis, en las que, por ejemplo, los peruanos estamos inmersos, lamentablemente, desde el 2016.
Insisto en la cita de Hannah Arendt que refiere que votar por un mal menor es votar, de cualquier manera, por un mal (un ‘evil’ en su acepción anglosajona). Y votar por un demonio, cualquiera que este sea, no fortalece de ninguna forma la democracia, aunque “demócratas” y “republicanos” lo celebren. Votar por un diablo solo nos lleva derechito al infierno.