Comentaba la semana pasada que cuando pensamos en la informalidad en el tiempo reciente solemos pasar por alto que prácticas informales constituyen soluciones (por más precarias, de corto plazo y con altos costos, dados los problemas públicos que generan, que sean) a necesidades muy concretas y apremiantes de los ciudadanos. En otras palabras, si el orden formal no logra concretar una opción mejor que la que la informalidad provee, entonces no cabe esperar demasiado.
Además, en los últimos años, registramos con justificada preocupación la creciente extensión de actividades ilegales que conviven y se entrelazan con el mundo informal (también con el formal, pero esa es otra discusión), de modo que hacen que el tratamiento del problema asuma formas muy complejas, por lo que no basta con enfoques meramente represivos.
En la encuesta sobre economías ilegales del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), de enero de este año, encontramos que más del 80% de los ciudadanos sienten que diferentes economías ilegales afectan mucho al país, especialmente la tala ilegal (89%) y el narcotráfico (88%). En el norte se percibe que es el narcotráfico el que afecta más a la región (29%), seguido del contrabando (23%). En el centro se menciona más a la minería ilegal y al narcotráfico (con un 26% y 23%). En el sur, a la minería ilegal y la trata de personas (27% y 22%). Y en el oriente, a la tala ilegal (con un 26%). Los limeños se sienten afectados especialmente por la trata de personas y el narcotráfico (29% y 28%).
Uno podría pensar que lo que corresponde hacer es enfrentar policial y represivamente estas actividades ilegales y, ciertamente, esto es parte del asunto. La otra parte es entender que, si bien la mayoría de la población puede sentirse más protegida con una iniciativa estatal en contra de estas actividades, también una parte significativa de la población en las diferentes regiones obtiene algunos beneficios de corto plazo con el dinamismo económico que esas actividades generan, pese a sus muchísimos otros costos. Tradicionalmente, nuestro país ha convivido con niveles de cultivo de coca que sabemos que exceden largamente el consumo legal, pero existe cierta permisividad por parte de todas las autoridades ante la constatación de que muchas familias en extensas zonas del territorio viven directa o indirectamente de una actividad informal o ilegal. Ante la ausencia de mejores opciones y ante el riesgo de una grave perturbación social, se opta por cierta tolerancia. Ayuda a esta estrategia el hecho de que se trata de una actividad realizada en zonas relativamente focalizadas y que asume formas relativamente poco violentas. Claro, cada cierto tiempo los precarios equilibrios que la sostienen se rompen y se hace necesario intervenir puntualmente para reestablecerlos.
El drama es que actividades como la tala o la minería ilegal tienen consecuencias sociales y ambientales considerables. De igual forma, el narcotráfico y sus circuitos de distribución han generado conflictos entre bandas y actividades conexas que se expresan en el sicariato, la extorsión y otros. Urge una respuesta social y de desarrollo que acompañe la respuesta policial. Esto también cuenta para las actividades informales más alejadas de lo delictivo, pero que difícilmente serán dejadas de lado sin mejores oportunidades para los ciudadanos.