El vergonzoso y abortado Consejo de Ministros liderado por el congresista Héctor Valer debe ser la mejor muestra del nivel de degeneración que exhibe el gobierno de Pedro Castillo.
Cada hora que transcurría luego de divulgados los nombres de los ministros elegidos por el jefe de Estado era oportunidad para conocer algún escándalo más. Otra denuncia por violencia familiar de un integrante del Gabinete, otra declaración retrógrada o misógina, otra investigación pendiente por corrupción.
¿Qué área de recursos humanos, de cualquier empresa, permitiría la contratación de personas con el prontuario de los adláteres de Castillo a los que les obsequia un fajín? ¿Por qué tenemos que resignarnos a una podredumbre que no admitiríamos en nuestros trabajos ni en nuestras casas?
Los Valer, Bellido, Maraví, Silva, Alvarado, Gavidia, Chávarry, Supo y largo etcétera no son coincidencia, ni una falla en la Matrix. Se trata de un acto de contumacia de un gobierno tramposo e inescrupuloso, que utiliza los cargos públicos como botines para repartir entre los amigotes cual piratas o alquilar nuevas lealtades como quien contrata a un mercenario.
Peor aún, cuando algún funcionario hace su trabajo con independencia, sin doblegarse ante las presiones del gobierno o la incordia con alguna denuncia, termina siendo licenciado. Esa fue la suerte que corrieron el ex ministro Avelino Guillén cuando alertó de las irregularidades en la policía, el ex procurador Daniel Soria cuando denunció al mismo presidente por tráfico de influencias, y la ex jefa del INPE Susana Silva cuando se le plantó al enajenado ministro de Justicia Aníbal Torres, convertido en el principal secuaz de Castillo en una intentona avasalladora y obstruccionista del sistema de justicia.
Las únicas veces en las que el gobierno retrocedió –tardíamente– en estas abyectas designaciones fue cuando el escándalo y la reacción social eran demasiado grandes para contenerlos o cuando se enfrentaron al flagrante incumplimiento de una ley que perfila los requisitos para un determinado cargo público.
Este es un tema fundamental en el que la ciudadanía organizada y los demás actores políticos deberían unirse: cuidar el Estado. Uno de los pocos avances institucionales logrado en los últimos años fue la creación de Servir, justamente el organismo que vela por la idoneidad de las personas que laboran en las entidades públicas. No hay un momento más apremiante que el actual para reforzar la autonomía de Servir y encargarle aquello que este Ejecutivo se rehúsa a hacer: filtrar y evitar el nombramiento de personas inaptas en el sector público.
El Congreso no tiene por qué reemplazar a una oficina de empleos y cotejar los antecedentes de ministros, viceministros, directores generales o presidentes de consejos directivos. Esa labor debería quedar en manos de Servir, que debería tener opinión vinculante previa respecto del cumplimiento de requisitos mínimos para ciertas designaciones políticas y encargarse de conducir los concursos públicos de méritos en aquellos casos en los que los altos cargos estatales requieren de cierta autonomía técnica.
De este modo, el Congreso se abocaría al verdadero control político. A citar al ministro de Economía cuando proponga alternativas poco racionales como la de subir impuestos en un contexto de necesaria reactivación económica. O censurar y acusar constitucionalmente a un ministro de Justicia que ha extraviado el rumbo y se comporta como el abogado defensor y encubridor del mandatario.
La crisis política que vive el país está en camino a convertirse en una metástasis estatal que nos puede dejar con un aparato institucional en decadencia si algo no hacemos al respecto.
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