El 28 de diciembre del 2013, en esta misma página, publiqué el artículo “El efecto Papá Noel”. En él me preguntaba si el personaje navideño era una triquiñuela capitalista para expropiar la religiosidad de la Navidad, una herramienta para fomentar el consumismo y alejarnos de los valores e ideales de estas fiestas.
En estas fechas aparecen comentarios y publicaciones contra el inocente Papá Noel. Varias recaen en el argumento religioso, otras en el anticapitalista. Y no faltan las tesis psicológicas y hasta psicoanalíticas.
Se crítica la cantidad de dinero que los padres gastan para sostener la credibilidad del personaje, su carácter extranjerizante o anticultural (por asociar nuestra veraniega Navidad con nieve y abrigos). Incluso, como ocurrió en un artículo publicado por mi buena amiga Liuba Kogan, se critican los empujones de los padres que hacen colas para alcanzar a sus hijos a un extraño, en una suerte de confesión en la que los regalos están condicionados a haberse portado bien. El popular personaje parece no ser ajeno a los avatares típicos de la fama en la que el precio del éxito es el desprecio de muchos.
Mi defensa de Papá Noel se basa en un argumento menos sofisticado pero, en mi opinión, mucho más contundente: la opinión de mis hijos y la mía como padre.
El menor de mis hijos entró el último 25 en mi casa dando saltos de emoción y buscando evidencia de la llegada de Papá Noel, gracias en parte a la complicidad con mi hermano, que nos llamó por teléfono avisándonos que había ruidos extraños en el segundo piso. Le dejamos a Papá Noel “una trampa” de talco en el suelo, de manera que al llegar encontramos las huellas de sus botas, las que fueron evidencia irrefutable de su existencia. Las huellas se dirigían hacia la ventana donde mi hijo concluyó, sin dudarlo un instante, que lo estuvo esperando su trineo. Al abrir cada uno de sus regalos sentenció que era justo lo que le había pedido y se sorprendía de la precisión de su elección.
Puedo llenar las páginas completas de este Diario con situaciones similares con todos mis hijos. Lo cierto es que la Navidad es quizás la fiesta religiosa más popular del mundo. Y lo es, en buena parte, por la asistencia constante y comprometida del gordo personaje.
Todos hemos querido alguna vez ser superhéroes. Queremos contar con el poder de hacer el bien. Y, en la forma más sofisticada y quizás más pura de amor, queremos mantener nuestra identidad secreta. Papá Noel es precisamente ese personaje que realiza nuestro sueño y genera la admiración de nuestros hijos, quienes nos expresan un cariño por actos que, por lo menos por un buen tiempo, permanecerán en el anonimato. Los superpoderes y la identidad de Papá Noel son nuestros (de los padres) por una noche al año. Esa noche somos capaces de dar la vuelta al mundo, entrar por la chimenea y dejar los regalos cuya identificación se ha hecho con una precisión telepática. Si eso le molesta a alguien, sinceramente, no me importa.
La verdad es que mi rol de superhéroe nocturno me ha hecho muy feliz y me ha permitido darle a mis hijos ilusiones, sorpresas y felicidades acotadas, es cierto, pero que son excelentes metáforas de lo que los padres podemos hacer por nuestros hijos: crearles verdadera ilusión por la vida.
¿Les ha hecho mal? Lo dudo. Y finalmente, si alguien lo piensa, está en su derecho. Pero somos los padres (y no los psicólogos, los sociólogos, los antropólogos o los economistas) los llamados a decidir qué es bueno para nuestros hijos.
Hace un año terminé mi artículo con una idea del periodista Bob Phillips: primero uno cree en Papá Noel, luego uno no cree en Papá Noel, y al final uno es Papá Noel. Por eso defiendo mi derecho a ser Papá Noel con la misma intensidad con la que defiendo el derecho irrenunciable a educar a mis hijos.