Patricia del Río

Robar y que no te arresten. Golpear y seguir con tu vida sin ser castigado. Matar y estar seguro de que te saldrás con la tuya. Esas parecen ser las premisas sobre las que se mueve hoy nuestra sociedad. Cuando se destapó el Caso Lava Jato, los peruanos nos atrevimos a soñar con una realidad más justa en la que el poder no alejaba a nadie de la cárcel. El equipo especial, a pesar de sus excesos, demostró voluntad y decisión para llevar a los tribunales a quien correspondiera, independientemente de su apellido o el tamaño de su bolsillo. Vela, Carhuancho, Pérez se convirtieron en semihéroes de un país harto de que todo el mundo se saliera con la suya. Sin embargo, lo avanzado en la lucha contra la ha empezado a retroceder con pasos agigantados.

Hay una absoluta convicción de que “aquí no pasa nada” cuando alguien viola las normas, y los que siempre están esperando con sus redes a que se revuelva el río, se multiplican por doquier. Y esto no les ocurre solo a los amigotes del presidente Pedro Castillo y a los miembros del Congreso; sino que se le contagia a una población que está empezando a relativizar conceptos elementales de lo que está bien o está mal.

Esta semana hemos sido testigos de múltiples actos de violencia, encubrimiento y caradurismo: el asesinato a sangre fría a 14 personas en Caravelí, Arequipa, por culpa de un conflicto de tierras entre mineros informales. La fuga del exministro de Transportes y Comunicaciones, Juan Silva. La pretensión del congresista Alejandro Cavero de que no se investigue la responsabilidad del expresidente Manuel Merino en las muertes de Inti y Bryan. La violencia con la que actuaron un grupo de escolares tanto en Piura como en Lima golpeando o asfixiando a sus compañeros hasta desmayarlos.

Los hechos no revisten la misma gravedad, ya lo sé, pero comparten un rasgo que nos está destruyendo: todos los anteriores actuaron convencidos de que no tendrían que experimentar ningún castigo. Amparados en la vergonzosa certeza de que hemos devenido, hoy más que nunca, una sociedad que premia la bestialidad, que promueve la intolerancia. ¿Por qué creen que los asesinos de Arequipa no ocultaron los cuerpos de los acribillados? ¿O los chicos de Piura se filmaron? ¿O los ya conocidos miembros de la resistencia no se cubren mínimamente los rostros? Porque se reconocen como orgullosos miembros del reino de la barbarie.

Han sido meses en los que nos ha gobernado el caos, la ineficiencia, la improvisación. Hemos sido testigos durante demasiado tiempo de denuncias gravísimas que no acarrean ningún escarmiento. Eso ha provocado que migremos del desorden al espinoso terreno de la salvajada, que nos resbalemos por un tobogán que nos aparta de los mínimos que se requieren para vivir en sociedad.

De acuerdo con el Índice Global de Impunidad, realizado en el 2020 por el Centro de impunidad y justicia de México, nuestro país se encontraba hace dos años en el puesto 57 de 69. No es difícil imaginar que cuando se actualicen estas cifras habremos caído hasta el fondo de ese pozo que mide la ausencia de castigo.

Tal vez una de las peores consecuencias de un fallido y capturado por la delincuencia sea que esta miasma termina contaminando a sus ciudadanos, a los grandes y a los chicos. Si a la ausencia de sanción, le sumamos ese discurso nefasto que pretende hacer pasar a todos como asesinos, ladrones y sinvergüenzas ensañándose con gente decente a la que ciertos grupos quieren desaparecer, no es difícil imaginar que nos esperan tiempos violentos. Muy violentos. La historia nos ha hecho andar ese camino varias veces, pero está claro que no estamos preparados para reaccionar ante la terrible evidencia.