Hugo Coya

En estos días de incertidumbre y desasosiego, me veo sumido una vez más en las profundidades de las obras de Ciro Alegría, redescubriendo en sus líneas un eco que, atravesando las barreras del tiempo, se posa con inusitada fuerza en nuestras actuales vicisitudes. Las narrativas del distinguido escritor nacional, cargadas de una pasión inquebrantable por explorar y desmantelar las injusticias sociales, adquieren una alarmante actualidad, delineando con maestría las complejidades y los desafíos que nos acosan en estos tiempos convulsos.

Ilustración: Giovanni Tazza
Ilustración: Giovanni Tazza

Nos encontramos con un país a la deriva en el agitado océano de una crisis tras otra. Sin embargo, hoy deseo concentrarme en una tempestad específica: el auge de las diversas formas de que sobrepasan el ámbito de lo meramente callejero para infiltrarse también en los meandros de nuestra esfera política.

Durante el gobierno de la presidenta Dina Boluarte, somos testigos de un auge sin precedentes en la inseguridad ciudadana. Extorsiones, sicariato, asesinatos, robos y asaltos se han vuelto el pan de cada día. Los ciudadanos, sin importar su estatus social o el lugar donde se encuentren, nos encontramos a merced de los criminales. Esta atmósfera de miedo, fomentada por la apatía de las autoridades, más preocupadas por mantenerse en el poder que por velar por la seguridad de sus ciudadanos, ha convertido la vida cotidiana en una prueba de supervivencia.

Las estadísticas son elocuentes: más del 27% de los peruanos mayores de 15 años ha sido víctima de algún delito, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI). Un sondeo reciente de El Comercio-Datum revela una realidad aún más sombría: el 84% de la población no se siente segura en las calles.

En este escenario, la mandataria ha confiado la cartera del Interior a un ministro, Víctor Torres, cuya incompetencia se ha hecho tan palpable como los relojes de marca Rolex que ella exhibió en ceremonias donde se hablaba del hambre y las desigualdades sociales. Las titubeantes respuestas del ministro durante la interpelación de la semana pasada han desencadenado que un grupo de parlamentarios inicie una campaña de recolección de firmas en busca de su censura.

A mi entender, lejos de demostrar una genuina preocupación por el bienestar público, parece ser otro intento por salvaguardar las apariencias, pues el Legislativo abandonó hace tiempo su rol de fiscalizador.

Pero la delincuencia no se limita a los criminales de la calle. En las sombras, operan aquellos que, bajo la fachada de congresistas, perpetran actos que socavan las instituciones del Estado y erosionan, con alarmante rapidez, los ya frágiles cimientos de nuestra democracia.

Los escándalos son innumerables y nos remiten a las obras de Ciro Alegría, en las que denunciaba el abuso del poder para proteger la corrupción y vulnerar los derechos humanos mediante tramas políticas, la defensa de intereses partidistas o la simple venganza. Es revelador que, de acuerdo con diversas fuentes, más del 50% de los actuales miembros del estén bajo investigación por distintos delitos.

El ministro Torres no debería permanecer ni un minuto más en el puesto, dada su evidente falta de pericia para ejercer la responsabilidad encomendada. También es necesario dejar sentado que muchos de los parlamentarios actuales no debieron nunca llegar al lugar en que se encuentran, dado que no estaban a la altura.

Gracias a ellos, el Congreso, sin vergüenza alguna, ha normalizado la criminalidad, abarcando desde acusaciones de recortes de sueldo a sus trabajadores, hasta actos de corrupción, tráfico de influencias y peculado, entre otros delitos graves. Estos no solo resaltan por su magnitud, sino también por implicar a una variedad de partidos políticos, sugiriendo un problema sistémico que va más allá de diferencias ideológicas.

Este mes, por ejemplo, se cumple un año desde que se destapó el primer caso de un mochasueldo, con un total de 12 denuncias acumuladas hasta la fecha, aunque la respuesta ha sido tibia: solo uno de los implicados ha sido suspendido y, dada la lenidad de las sanciones, aún conserva la posibilidad de presentarse en las próximas elecciones.

La desconexión es alarmante, y una muestra palpable la ofrece el presidente del Congreso, Alejandro Soto, que ha planteado la posibilidad de obstruir allanamientos fiscales, una medida que blindaría a los legisladores frente a la justicia y que también podría interpretarse como un acto de resistencia a la autoridad.

Este contexto explica por qué no sorprende el resultado de la última encuesta de El Comercio-Datum, que refleja una creciente desaprobación ciudadana: más de la mitad de la población considera que los congresistas no representan los intereses del país y que utilizan su cargo para su beneficio personal.

Hoy más que nunca cada acto, cada gesto, cobra una relevancia capital para las futuras generaciones. Ciro Alegría, con sus relatos sobre la lucha y la justicia, brinda lecciones imperativas para el presente. Es menester esforzarnos sin tregua por un país que no sea cada día sea más ancho… más ajeno… y menos que permanezca en manos de criminales de todo tipo.

Hugo Coya es periodista