De todos los roles que está llamado a cumplir el Estado en un país, el que menos disputa genera es el de proveer seguridad a sus ciudadanos. Podemos discrepar sobre si la salud o la educación deben ser provistas principalmente por el sector público o privado, pero la seguridad es una responsabilidad primordial del Estado. Nadie en su sano juicio va a decir que la criminalidad organizada se resuelve poniendo ‘huachimanes’ privados en las calles.
La existencia misma del Estado –decía el filósofo inglés Thomas Hobbes en el siglo XVII– supone un acuerdo tácito por el que los ciudadanos elegimos limitar en alguna medida nuestras libertades, a cambio de que una institución a la que le asignamos el monopolio legal del uso de la fuerza pueda protegernos disuadiendo o castigando a quienes atentan contra aquello que nos es valioso.
Ese poder lo depositamos en una institución sometida al orden democrático; no puede hacer con él lo que le plazca, pero tampoco puede renunciar a ejercerlo. Si no hay Estado que garantice seguridad, desaparece la razón más elemental por la que existe aquel, y volvemos a lo que Hobbes llamaba el “estado de naturaleza”, vale decir, la ley de la selva, la guerra de todos contra todos, donde nadie está a salvo.
Esto es lo que está pasando en el Perú. El Estado no siente que sea su responsabilidad protegernos de la delincuencia. No está dispuesto a honrar ese contrato que es la base de nuestra sociedad.
Para empezar, porque ni siquiera reconoce el problema. El ministro del Interior, Juan José Santiváñez, parece creer que los peruanos estamos experimentando una suerte de fantasía colectiva que nos lleva a “percibir” una crisis de inseguridad cuando en realidad, dice él, estamos exagerando.
Pero cómo será de palpable esta situación, que el jueves pasado los transportistas se fueron al paro y, pese a toda la disrupción que se generó en la capital, muchísima gente se solidarizó con ellos. Nadie quiere vivir bajo el yugo de las extorsiones y el sicariato, y para un número enorme de peruanos no estamos hablando de situaciones lejanas, sino de algo con lo que conviven a diario.
Y la irresponsabilidad de los poderes del Estado en esto es tremenda, en particular la del Ejecutivo y Legislativo. Si hay una agenda que ha alineado consistentemente los intereses de bancadas muy diversas en el actual Congreso, ha sido aquella que ha buscado debilitar la legislación y la capacidad real del propio Estado de perseguir a las organizaciones criminales.
Es de no creer cómo se han reducido plazos de prescripción para garantizar impunidad, cómo se ha debilitado herramientas fiscales como la colaboración eficaz o los allanamientos sorpresa, cómo se ha redefinido el concepto mismo de organización criminal para hacer más fácil escaparse de sus contornos.
No es exagerado ni tremendista decir que este Congreso ha actuado exprofesamente para hacerle el trabajo más fácil a las organizaciones criminales. Porque estaban pensando en librar de responsabilidad a algunas en las que están implicados sus integrantes, pero, al hacerlo, han estado legislando literalmente en beneficio de los criminales.
El Gobierno de Dina Boluarte, sumido en sus propios problemas judiciales, no ha querido observar estas normas y ha agachado la cabeza ante la agenda del Congreso, porque también le es funcional a quienes están hoy procesados en el Ejecutivo, entre ellos la presidenta.
Es durísimo decirlo, pero no hay cómo esperar que el Estado Peruano tome acciones más drásticas contra el crimen, cuando esas mismas acciones afectarían a quienes están hoy en el poder. Trágicamente, somos víctimas de un equilibrio que favorece a los intereses de los delincuentes.