Mabel Huertas

Mientras usted lee esta columna, un padre de familia, pequeño empresario de un populoso distrito, se sacude el terror al recibir la llamada de un extorsionador; la dueña de una bodega ha decidido cerrar su negocio luego del tercer robo en menos de un mes; y toda una familia llora la muerte de su hijo universitario asesinado por sujetos que intentaban quitarle su celular. Esas son las postales diarias de la inseguridad ciudadana en nuestro país.

Según una encuesta realizada por el IEP en abril, el 75% de ciudadanos se siente inseguro en su vecindario y teme ser víctima de un asalto. Lamentablemente, hemos normalizado el miedo y aprendido a implementar estrategias para sobrevivir a la sin mucho apoyo del Estado. La encuesta de Ipsos publicada el domingo en América TV señalaba que solo un 33% acude a la policía para realizar denuncias y un 81% advierte que la gestión no le sirvió para recuperar o solucionar lo sucedido.

La impacta directamente en la calidad de vida de las personas, destruye familias, trunca proyectos de vida. Por eso, los políticos saben que hablar de la lucha contra la inseguridad es tocar una de las fibras más íntimas de la gente. Es muy redituable políticamente prometer “mano dura” o instalar la pena de muerte, expulsar a los migrantes ilegales, endurecer condenas a criminales, entre otras medidas “creativas” que se alejan de la problemática estructural como las economías ilegales, el desempleo o la informalidad. El populismo punitivo agita a las masas y genera debates ideológicos para luego desaparecer, mientras nuevos casos de sicariato ocupan la prensa diaria.

La verdad es que las últimas administraciones poco han hecho para mejorar las condiciones de la lucha contra la criminalidad. Muy por el contrario, el golpista Pedro Castillo y su primer ministro Aníbal Torres se encargaron de despojar a las fuerzas del orden de su moral. “La policía no tiene una preparación eficiente”, dijo en algún momento el visceral Torres a un medio internacional, sin ánimos de solución, mientras desde Palacio manoseaban la institución para su beneficio.

Era, sin embargo, una verdad dolorosa. La necesidad de una reforma policial que permita una mejor preparación es una urgencia que este prefiere por ahora no atender luego de tres ministros en la cartera del Interior en apenas seis meses. La falta de olfato político para sintonizar con uno de los principales problemas de la ciudadanía podría erosionar aún más nuestra frágil .

La desconfianza en la policía, la insatisfacción con el Estado y la frustración diaria de la gente se convierten en una matriz que engendra populistas radicales y autoritarios disimulados que, con la complacencia de los electores urgidos por un Leviatán, intercambian derechos y libertades por las garantías que prometen orden a toda costa, arrasando instituciones en nombre de sus súbditos. Es así que el caso salvadoreño resulta fascinante para los países de la región azotados por la delincuencia y el presidente Nayib Bukele se ha convertido en una suerte de ‘influencer’ de la seguridad.

Los altos índices de criminalidad definen elecciones y deslegitiman presidentes. Nuestros vecinos lo experimentaron. El descontrol de la inseguridad en Chile tuvo un impacto político que le valió a la ultraderecha acomodarse como la primera fuerza luego de las elecciones a consejeros constitucionales. En Ecuador, los niveles de criminalidad terminaron por deslegitimar al presidente de derecha Guillermo Lasso y lo colocaron frente a una población ahogada en una de las más altas tasas de homicidios en la región y a un Congreso dispuesto a destituirlo.

Quienes, como la presidenta Dina Boluarte, dicen defender la democracia, deberían tomar la lucha contra la delincuencia en serio antes de que sea demasiado tarde.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Mabel Huertas es socia de 50+1, grupo de análisis político

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