Democracia y homofobia, por Hugo Coya
Democracia y homofobia, por Hugo Coya
Hugo Coya

La atroz matanza en una discoteca en Estados Unidos a manos de un estadounidense de origen afgano ha provocado una ola de solidaridad hacia los gays, aunque también encendidas reacciones homofóbicas en diferentes partes del mundo, incluyendo el Perú. 

Miles de mensajes han aparecido en las redes sociales justificando la masacre, afirmando que dichas personas merecían morir por su estilo de vida y orientación sexual. Así, sus autores se convierten en jueces de lo bueno y de lo malo, adalides de la moralidad, de las buenas costumbres, que respaldan al verdugo porque los caídos, según ellos, forjaron su propio destino.

La homofobia desencadena una vez más la validación social del abuso físico, psicológico y algo tan terrible como el asesinato masivo. Este trastorno mental se traduce en un severo estado de pánico ante la presencia, cercanía o mera mención de personas con tendencia homosexual.

Muchas veces, el discurso homofóbico se tiñe, además, con el barniz religioso, plagado de frases maximalistas que apelan al miedo en base a los supuestos paradigmas ‘normal/anormal’ y ‘natural/antinatural’.

Numerosos estudios psicológicos explican el fenómeno. El grueso de estas personas obsesionadas con los homosexuales o que se manifiestan contra ellos, en realidad, podrían padecer un grave problema: su miedo a ser lo que ellas rechazan, puesto que si una persona está segura de su sexualidad, ¿por qué debería temer o rechazar a alguien con preferencias distintas? 

Nadie, en su sano juicio, puede defender la extinción de una vida porque vio a dos hombres besándose o el hecho de que una adolescente trans de 14 años recibiese cuatro balazos al salir a una calle de Trujillo con sus amigos, el 30 de mayo. Nadie, en su sano juicio, puede defender este tipo de crímenes, puesto que nos retrotrae a la condición de animales y evapora, en nosotros, cualquier halo de civilización.

Si vivieran en nuestra época, ¿podría alguien justificar el asesinato de personas como Federico García Lorca, Gabriela Mistral, Leonardo da Vinci, Oscar Wilde, Virginia Woolf, Alan Turing, en caso hubieran asistido aquella fatídica noche a la discoteca Pulse o estuvieran caminando en una ciudad de nuestro país sin cumplir con las convenciones sociales? ¿Es posible que alguno de sus sucesores no haya perdido la vida en Orlando? ¿Cuántas vivencias se fueron con estas 49 personas y todas las personas asesinadas cada año en el Perú por este motivo?

Es necesario tener siempre presente que la homofobia puede llegar a matar y que se encuentra demasiado extendida en países como el nuestro, donde muchos políticos recurren a ella recubierta de demagogia y verbo virulento. La necesidad de blandir algún peligro para luchar contra él y ganar adeptos. 

Para Austin Cline, profesor de la Universidad de Pennsylvania, la explicación resulta simple. Los homofóbicos necesitan mostrar y demostrar la existencia de algún grupo como amenaza a fin de mantenerse vigentes, puesto que “ya no es más socialmente aceptable atacar a judíos, los antiguos chivos expiatorios” y por ello se requiere identificar a nuevos enemigos que atentan contra ese orden que los obliga a luchar, como cruzados modernos o posmodernos, contra los infieles.

La historia posee numerosos ejemplos de homofóbicos que eran homosexuales y que se aliaron a aquellas personas que se consideran iluminadas, extremistas que hacen sucumbir, al final, la democracia o que impiden la apertura hacia el progreso y el desarrollo. Un ejemplo fue Ernest Röhm, héroe de la Primera Guerra Mundial, figura clave en el ascenso de Adolf Hitler en Alemania y que provocó la muerte de miles de homosexuales hasta que aquel régimen lo mandó a matar por su orientación sexual.

Hay que recordar que los totalitarismos se nutren siempre de la exclusión discursiva, fáctica y legal para hacer que, después, una mayoría oprima y segregue a una minoría.

Acallar a los “otros”, mostrarlos como seres despreciables, enfermos, para tratar de demostrar que los “indeseables¨ ni siquiera merecen ser oídos. Si aquel grupo de ciudadanos es distinto, ¿debería entonces formar parte de la sociedad?
Los nazis, la Santa Inquisición y ahora los terroristas del Estado Islámico —solo por mencionar algunos casos– sostuvieron y sostienen los mismos argumentos, con distintos matices y resultados ampliamente conocidos.

Al tornar invisibles o repudiables a los homosexuales, se les acaba negando el derecho al matrimonio; pueden ser despedidos de su trabajo o expulsados de sus casas por su orientación sexual; no ejercen el derecho de reunión o de aspirar a contar con una ley que los proteja contra los crímenes de odio, reforzando, de esta manera, su discriminación y marginalización.

Una sociedad será verdaderamente democrática cuando todos sus ciudadanos gocen de los mismos derechos, sus políticos o líderes religiosos no permitan que sus creencias personales se transformen en dogmas que conduzcan a alguien a asesinar a otra persona por ser distinta, cuando inculquemos a nuestros hijos la tolerancia y todo crimen motivado por la discriminación reciba su justo castigo. Solo así podremos decir que estamos en camino de convertirnos en una sociedad justa y auténticamente libre.