Después de las movilizaciones convocadas a propósito de la ‘Toma de Lima’ del 19 de enero y del paro nacional del 9 de febrero, en sectores gubernamentales ha cundido la idea de que “lo peor ya pasó”. Si esas protestas no tuvieron la capacidad de “tumbar al Gobierno”, como sucedió en noviembre del 2020, menos lo harán las futuras. Se piensa que ellas podrán continuar con baja o mediana intensidad, pero la experiencia habría demostrado que se puede convivir con las mismas. En el Parlamento incluso se especula que dejar caer el adelanto de elecciones no resultaría tan dramático y que podrían excusarse echándole la culpa a los adversarios.
La frivolidad e irresponsabilidad de estos razonamientos es escalofriante. Si bien pueden funcionar en el cortísimo plazo, lo que están haciendo es multiplicar exponencialmente la falta de legitimidad, la indignación y los sentimientos antisistema de buena parte de los ciudadanos; atizar aún más los niveles de polarización y enfrentamiento entre peruanos, que se expresarán mañana en contra de la propia Dina Boluarte y del propio Congreso, luego, en los resultados del próximo proceso electoral y, más adelante, en la viabilidad misma de nuestra democracia.
Lo que empezó como un reclamo frente a lo que se percibía como la prepotencia y la arbitrariedad de sectores extremistas de derecha en el Parlamento y de la traición de la vicepresidenta Dina Boluarte, después de las 49 muertes en el marco de las protestas sociales, especialmente después de la represión de las protestas en Ayacucho, Apurímac y Puno, ante lo que estamos ahora no solo es una demanda de reconocimiento, sino una reivindicación de la dignidad y de la identidad de peruanos que sienten que ya no tienen espacio dentro de nuestra comunidad política, que han sufrido asesinatos a mansalva como respuesta a protestas legítimas. Diversos analistas coinciden en señalar que la movilización de la población rural de las regiones del sur andino tiene una masividad no vista en décadas. La fractura social que se está gestando puede tener consecuencias enormes e imprevisibles.
Después de la documentación de evidentes, por llamarlos de algún modo, excesos policiales y militares en la represión a las protestas, urge una respuesta estatal y una movilización de la sociedad civil ante prácticas indignas de un régimen democrático. Las circunstancias de la muerte de Víctor Santisteban en el Centro de Lima el 28 de enero, la evidencia presentada por el semanario “Hildebrandt en sus Trece” y por IDL-Reporteros, en la que se demuestra que, cuando menos, seis de los fallecidos en Ayacucho en las protestas del 15 de diciembre fueron muertos no en el contexto del intento de la toma del aeropuerto, sino fruto de una represión desmedida e injustificable, exigen una respuesta pronta y sin ambigüedades.
Lo que distingue a una democracia de un régimen autoritario no es que en una democracia no se produzcan actos ilícitos o irregulares, violaciones de derechos fundamentales o crímenes, sino que en una democracia las autoridades asumen las responsabilidades políticas por esos actos, las instituciones se preocupan por investigar a fondo las infracciones a las normas o delitos, y por imponer sanciones para poder corregir rumbos. Y si estas no responden, existen instituciones que controlan lo que las otras no hacen: el Congreso, el Ministerio Público, la Defensoría del Pueblo, etc. Todo bajo la vigilancia ciudadana, expresada en instituciones civiles, medios de comunicación, entre otros.
La respuesta que demos a estas y otras denuncias documentadas e inaceptables dentro de un marco democrático marcará mucho nuestro futuro. Está en juego no solo la justicia elemental, también la posibilidad de construir una comunidad democrática en la que todos podamos encontrar cabida. Si dejamos el camino abierto a la impunidad, la arbitrariedad y la prepotencia, rompemos el frágil sentido de pertenencia a una comunidad política democrática. Roto ese elemental contrato social se abren las puertas a la violencia.