Entre el 2023 y el 2024 en América Latina tendremos importantes procesos electorales que podrían confirmar algunas tendencias que ya se insinúan en toda la región, que dan cuenta de los desafíos y amenazas que penden sobre nuestras democracias, de su capacidad de resistencia y de los riesgos de sus caídas. El triunfo de Javier Milei en Argentina en noviembre del año pasado; la elección general en El Salvador en el mes de febrero donde se da por descontado la reelección de Nayib Bukele; la elección federal en México en junio; y la presidencial en Venezuela, programada para finales de año, deben ser seguidas especialmente de cerca.
Las democracias no definen su naturaleza por sus resultados sustantivos, sino por el respeto a ciertas reglas y procedimientos para regular el acceso y el ejercicio del poder político, donde las elecciones para definir a las autoridades resultan un componente esencial. Pero la ineficacia para enfrentar los problemas de los ciudadanos por parte del conjunto de los actores políticos termina afectando su legitimidad y la pérdida de legitimidad puede expresarse en la búsqueda de opciones que ofrezcan soluciones pasando por alto precisamente los mecanismos que definen la esencia de la democracia.
La emergencia de liderazgos autoritarios son un gran desafío para nuestras democracias; sin embargo, estas no están desarmadas frente a amenazas que provienen desde las presidencias fruto de elecciones. Para empezar, está el papel que puede jugar la oposición política, desde el Parlamento y otros espacios. Está también el papel que juegan el Poder Judicial y otras instancias que pueden declarar inconstitucionales o ilegales iniciativas que pretenden imponer líderes autoritarios. En nuestros países, el poder está también distribuido regionalmente; gobernadores y alcaldes pueden funcionar como contrapesos. También tenemos la existencia de un cuerpo burocrático de carrera que puede limitar modificaciones a políticas de Estado. En el tiempo reciente, podría decirse que la democracia brasileña pudo sobrevivir al desafío impuesto por el gobierno de Jair Bolsonaro; en Argentina, está en debate si es que Milei podrá imponer una agenda autoritaria o no institucional, o si se verá obligado a respetar las reglas de juego democráticas. En México, las cosas lucen sombrías por el momento con el gobierno de López Obrador, pero incluso un liderazgo como el suyo tuvo que aceptar la regla histórica de la no reelección inmediata.
Otros presidentes sí lograron romper los diques institucionales que limitan el ejercicio arbitrario del poder; Hugo Chávez y hoy Nicolás Maduro encabezan una dictadura que ya poco o nada se preocupa en mantener apariencias democráticas, desafiando abiertamente la censura internacional. Recientemente, las autoridades electorales y judiciales, controladas por el gobierno, han confirmado la inhabilitación de la principal candidata opositora, María Corina Machado, a las elecciones de diciembre. Y en El Salvador Bukele logró también recomponer el Congreso y desde allí avanzar hacia el control del sistema de justicia y otras instancias independientes, logrando “legitimar” una nueva candidatura reeleccionista inconstitucional.
Pero las amenazas no solo provienen de liderazgos autoritarios desde la presidencia. En Guatemala, a pesar de que Bernardo Arévalo ganó legítimamente las elecciones de agosto pasado, instancias judiciales intentaron impedir su toma de mando. En este país, un poder de facto alrededor de una oligarquía constituida por grandes grupos de poder económico, en alianza con intereses menores que lucran de asociaciones indebidas y corruptas con el Estado, legitimadas en amplias redes clientelísticas, se resisten a iniciativas de democratización y de lucha contra esquemas de corrupción. Nuestro país enfrenta también el desafío de una representación política desvinculada de la ciudadanía, en la que proliferan intereses particularistas que han realizado una suerte de captura del Estado “desde abajo”, desde espacios de representación regionales y locales, articulados en torno de la defensa de intereses informales. Afortunadamente, no se trata de intereses tan poderosos y organizados como en Guatemala, por lo que su fragilidad abre oportunidades para la resistencia de la institucionalidad democrática.