Las constituciones democráticas suelen llenarse de salvaguardas en todos sus articulados, pero siempre dejan fuera una por llenar: la entrada de una dictadura mediante el voto popular.
De todas las formas en las que se constituye una dictadura, desde al asalto al poder por la vía revolucionaria –como en Cuba– hasta los clásicos golpes de Estado militares –que los conocemos de sobra–, el secuestro de la voluntad ciudadana en elecciones libres es la que encarna mayor criminalidad, porque combina, hasta las últimas consecuencias, violencia y mentira.
De ese secuestro de la voluntad ciudadana en elecciones libres están hechos los regímenes de Nicolás Maduro (antes Hugo Chávez) en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua. Entraron al poder por la puerta grande de la democracia y la Constitución, para luego convertirla, para sus votantes, en la puerta de ingreso al infierno, cambiando la democracia por la tiranía, y su respectiva Constitución, por un manual de carcelería política de cumplimiento obligatorio.
Si no quieren estar siempre llegando tarde a la instalación de una dictadura y más tarde aún a la lucha para salir de otra, algo concreto y firme que tienen que hacer las democracias –incluso las sociedades no enteramente democráticas como la peruana– es insertar en sus constituciones cerrojos suficientemente claros y precisos para que nadie pueda atreverse a secuestrar el voto popular. Y, también, para que quien lo haga sepa que incurre en un delito penal de lesa humanidad.
Así como en la actualidad ningún militar en actividad, coronel o general, se atrevería –como ocurrió reiteradamente en los tiempos de tolerancia e impunidad a este tipo de actos– a gestar un golpe de Estado porque le espera una penalidad de 25 años de cárcel, la conducta política de quien pretende instaurar una dictadura o que de hecho la pone en marcha usando el mecanismo electoral debe tener una penalidad no solo ejemplarizadora, sino lo suficientemente disuasiva frente a las tentaciones insurgentes y totalitarias que hoy despliegan sus amenazas en el mundo.
Una de las cláusulas constitucionales de una democracia debería de señalar específicamente que quien es elegido presidente o parlamentario no puede, por ningún motivo y bajo pena de destitución, alterar en lo más mínimo la naturaleza del sistema democrático a través del que precisamente ha sido elegido e investido en el cargo.
De ahí que el sistema y la justicia electoral no tienen que estar en manos de quienes no saben distinguir a los lobos de la política disfrazados de corderos, que tocan las puertas de los padrones de identificación y de las postulaciones presidenciales y parlamentarias a la espera de entrar oficialmente en campaña bajo el clásico derecho de elegir y ser elegidos. Finalmente, estos lobos buscan adquirir la impunidad que la ingenuidad o la venalidad de la justicia electoral termina otorgándoles.