¿Tiene futuro la democracia? Siendo una institución que se remonta a la Grecia antigua, la pregunta no es un mero ejercicio de curiosidad intelectual, sino principalmente un cuestionamiento a su valor funcional en un contexto global de desafección ciudadana, fallos en la representación y, sobre todo, poca ilusión por sus resultados.
¿Qué futuro nos ofrece? ¿Cuál es la relación que la democracia tiene con el futuro? ¿En qué medida lo configura, anticipa, proyecta o teme? Otra vez, analizar estos temas no se vincula tanto con el futuro que le espera a la democracia, sino con el que nos espera a nosotros viviendo en una.
¿Nos ayuda la democracia a construir nuestro futuro o, más bien, lo complejiza al punto de ponernos en escenarios controversiales y conflictivos?
Muchos defectos de las democracias actuales tienen que ver con la mala calidad del futuro que proyectan y, por ello, es interesante plantear cómo deberían ser las democracias hacia adelante.
La democracia se sustenta, en teoría, sobre la base de que la ciudadanía constituye la fuente legítima y originaria del poder político. En la práctica, la soberanía popular se materializa en diversas instituciones con legitimidad tanto de origen (por ejemplo, gobiernos electos directamente por el pueblo) como derivada (es el caso del Poder Judicial cuando es nombrado en procedimientos que no implican el voto popular directo). La representación política y las diferentes estructuras sobre las que se sustenta forman el soporte sobre el que se sostienen las democracias contemporáneas.
Sin embargo, el sistema nunca ha sido ni estático (inmutable a lo largo del tiempo) ni homogéneo (idéntico en el espacio que agrupa regímenes democráticos). Y, en la actualidad, muestra síntomas de una crisis extendida. ¿Hay alternativas? Sabemos que sí y es central evaluarlas. Más allá de preguntas del tipo “¿puede haber democracia sin partidos políticos?” o “¿puede implementarse una democracia directa global?”, que no parecen aportar mucho al debate, existen y se están aplicando diversos mecanismos que pueden contribuir a mejorar los procesos. Muchos de ellos, mediados a través de los datos digitales, la participación colectiva digital –'crowdsourcing’– e incluso la IA.
En ese sentido, hay que considerar cuáles son los incentivos políticos para la participación de la ciudadanía. Por ejemplo: 1) ¿Quién y cómo eligen a las autoridades?, 2) ¿Quién y cómo toman las decisiones? y 3) ¿Quién y cómo controla a las autoridades y la implementación de políticas?
Un modelo de representación pura reduciría el papel de la ciudadanía a la elección de autoridades. Por otro lado, la incorporación de mecanismos de democracia directa en estructuras representativas, cuando son activados por la misma ciudadanía o por mandato constitucional (como ocurre en Uruguay), otorgan voz y voto ante decisiones impopulares y también permiten abrir la agenda. Sin embargo, la gran crítica a estos mecanismos es que las élites suelen instrumentalizarlos y pueden ser un arma en manos de liderazgos autoritarios con respaldo popular.
Parece que la solución a las limitaciones de la democracia tal y como las venimos experimentando puede generarse con modelos en los que la tecnología responda a dos cuestiones básicas: 1) ¿Podemos influir en el uso del poder más allá de la mera delegación vía sufragio?, 2) ¿Podemos definir nosotros mismos lo que nos conviene, más allá de que otros lo hagan vía un intermediador con poder –parlamentario, mandatario, etc.–?
Hay casos interesantes que ya se están desarrollando en países tan diversos como España, Colombia o Islandia, en los que se vienen gestando nuevos modos de participación ciudadana, como, por ejemplo, la democracia por sorteo. ¿Dónde empezar a ensayar democracias de futuro? Todo parece indicar que la necesidad de un espacio de innovación democrática es el llamado a ensayar estas propuestas.