Hace unos meses, en la residencia diplomática de Colombia en San Isidro, me enseñaron la habitación de Víctor Raúl Haya de la Torre. El fundador del Apra pasó cinco años asilado ahí, mirando solo el jardín y un pedazo de la avenida Arequipa. Y ahí sigue su cuarto, como un extraño monumento a la libertad.
A comienzos de los años cincuenta, ocupaba el poder el general Manuel Odría –con la ayuda de su ministro de Gobierno, el tenebroso Alejandro Esparza Zañartu– y la figura jurídica del asilo representaba una garantía, no solo para Haya de la Torre, sino para nuestro país: gracias a ella, la dictadura no podría eliminar a los líderes políticos incómodos. La democracia, aunque agazapada, seguiría esperando su momento, y eso interesaba a toda la región.
Con similar espíritu, durante los años treinta, el presidente mexicano Lázaro Cárdenas acogió a perseguidos que huían de regímenes de derecha, como los republicanos derrotados en España. Y también a perseguidos por la máquina de matar soviética, como León Trotsky. La tradición de acogida mexicana se extendió hasta la década del setenta, cuando llegaron quienes escapaban de Argentina, Chile o Uruguay. Muchos de esos exiliados, años después, participarían en los gobiernos legítimos de sus países.
No se asila a los de una ideología u otra. Se asila a quienes son perseguidos, en razón de sus ideas o su activismo, por regímenes de cualquier signo que no aceptan la disidencia. Protegerlos es proteger la democracia, y por lo tanto, la posibilidad de los ciudadanos de elegir su futuro, tanto en el país del asilado como de quien lo concede.
Al pedir asilo en la Embajada de Uruguay, Alan García se ha zurrado en la esencia misma de esta figura jurídica. Pero también, en los sistemas democráticos del Perú y Uruguay.
Al Perú, ya había pretendido desprestigiarlo hace unas semanas, al anunciar un golpe de Estado inminente que nunca llegó. La única razón de su difamación era preparar el terreno para su trámite.
Al Uruguay, Alan lo trata como un refugio para corruptos y lavadores de capitales. Porque las acusaciones contra él no están referidas a sus ideas sino al uso de recursos públicos para su beneficio privado. La persecución política que pretende denunciar no es tal en la medida en que solo se le ha impedido abandonar el país mientras se le investiga.
El ex presidente Toledo, aún prófugo, ha demostrado por qué es necesario el impedimento de salida. Con más valor y dignidad, otro ex presidente, Ollanta Humala, ha recordado públicamente que Alan está acusado de delitos ordinarios, a pesar de que el mismo Ollanta, aún con juicios pendientes, podría beneficiarse de repetir sus mentiras.
Si la solicitud de Alan prosperase, se pervertiría la función del asilo político, que dejaría de servir para preservar a los demócratas y se convertiría en un refugio de defraudadores fiscales. En tiempos de Odebrecht, cuando el cohecho cruza fronteras, y gobiernos de distintos países pueden verse involucrados en las mismas tramas delictivas, los acusados podrían concederse mutuamente asilos para evadir a la justicia.
Pero sobre todo, el asilo para Alan representaría una traición a su propio partido, cuyo líder histórico sí sufrió una genuina persecución política. Y a los demócratas latinoamericanos de los años setenta. Y a los republicanos españoles. Y a los cubanos y venezolanos que escapan de sus regímenes. En fin, a todos los que se han jugado el pellejo luchando contra los enemigos de la libertad, y a los que Alan pretende rebajar al grado de delincuentes comunes.