Augusto Townsend Klinge

Cuando se les pregunta a las personas que conducen autos si están en la mitad que mejor maneja o la que peor maneja, una contundente mayoría (en algunas mediciones más del 80%) se muestra convencida de que integra el primer grupo. Y eso es, por supuesto, matemáticamente imposible.

Ocurre, sin embargo, porque existe un sesgo cognitivo conocido como “superioridad ilusoria” o efecto “mejor que el promedio” que nos lleva a sobreestimar nuestras capacidades frente a las del resto. Pero si nuestro cerebro nos engaña respecto de cuán bien conducimos, ¿podría estar haciendo lo mismo al generarnos la impresión de que somos, como individuos, más democráticos de lo que realmente somos?

Esta semana me topé con los resultados de un estudio longitudinal bien llamativo en ese sentido, encargado por el Democracy Fund y que viene monitoreando a 6.000 votantes estadounidenses desde diciembre del 2016. ¿Qué encuentra este estudio? Que si bien la gran mayoría de encuestados (más del 80%) considera que la democracia es un sistema político bueno o muy bueno, menos de la mitad respeta normas democráticas de manera consistente y uniforme en su vida diaria.

Pero no solo eso. Su disposición a comportarse de acuerdo con valores democráticos depende de la preferencia ideológica o partidaria que tengan respecto de un determinado asunto. Por ejemplo, pueden creer en líneas generales que está mal que un presidente busque imponerse unilateralmente sobre un Congreso, pero si se trata del presidente por el que votaron y del Congreso que se opone a este, pues entonces ya no lo ven tan mal.

Fíjense qué curioso. Solo un 8% de los participantes en el estudio del Democracy Fund expresa preferencias consistentemente autoritarias. También es minoritario el grupo que manifiesta consistentemente posiciones democráticas. La gran mayoría está en algún punto intermedio y se caracteriza por su inconsecuencia; es decir, aplica selectivamente las reglas de la democracia en función de a quién quiere favorecer o perjudicar. El estudio se refiere a ello como “hipocresía democrática”.

Consideren también el efecto que está teniendo sobre esto la polarización política. Como suele decirse, la primera víctima de una guerra es la verdad y, si crecientemente vemos a la política no como una competencia entre rivales sino como una guerra entre bandos enemigos, todo vale con tal de ganar: mentir sin remilgos, permitirle al político de nuestra preferencia que se libere de controles y concentre más poder, desconocer los resultados electorales si gana el político que vemos como una amenaza, y así.

Hay otro aspecto importante que analizar y que tiene que ver con la llamada “ley de la polarización de grupos” de la que ha escrito mucho el profesor de Harvard Cass Sunstein. Imaginemos un grupo de personas que opinan casi igual en temas políticos. ¿Qué pasa cuando se ponen a discutir? Uno pensaría que van a terminar coincidiendo en torno de sus posiciones originales, pero eso no es lo que ocurre. Más bien, en la competencia por destacar respecto de los demás, los integrantes se ven incentivados a expresar versiones cada vez más extremas de los argumentos en los que coincide el grupo. Como lo mismo está pasando en la otra orilla del debate, quienes están de este lado ven con mucha claridad cómo sus rivales políticos están extremando sus posiciones, pero no son conscientes de que ellos están haciendo lo propio. Y así es como terminamos convencidos de que el bando opuesto es antidemocrático cuando es, en realidad, el espejo de lo que nos está pasando a nosotros.

Vean ustedes. Si en el Perú la gente manejara tan bien como dice que maneja, no tendríamos el tráfico que tenemos. De la misma manera, si el peruano promedio fuese tan democrático como se autopercibe, no tendríamos tampoco la democracia precaria y agonizante que tenemos.

La implicancia es bien dura de reconocer, pero insoslayable: la gran mayoría de peruanos sobreestimamos nuestro alineamiento con valores democráticos. Hay un componente muy fuerte de desconocimiento detrás de esto, por la absoluta irrelevancia de la educación cívica que se imparte en el país. Pero hay también un componente actitudinal inocultable: ni siquiera nos hemos hecho la idea de que vivir en democracia supone sobrellevar la incomodidad de interactuar a diario con personas que piensan marcadamente distinto que uno y que son iguales en derechos y dignidad.

Por eso, no resulta infrecuente ver en el Perú a personas convencidas de que son demócratas, señalando que la única explicación posible a que alguien piense o vote distinto que ellos es que se trate irremediablemente de un idiota. No hay democracia posible en un país en el que ese sea el punto de partida.

Augusto Townsend Klinge es Fundador de Comité de Lectura y cofundador de Recambio