El inicio de la normalización de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba ha generado un excesivo optimismo respecto a la posible democratización del régimen político en la isla. Se espera que esta medida ayude a la liberalización económica –y por lo tanto política- de la sociedad cubana y que así se socaven las bases del longevo régimen castrista. Sin embargo, el camino hacia el desmantelamiento de la dictadura verde olivo siquiera ha empezado.
A veces se pasa por alto una premisa fundamental para entender la solidez del régimen que preside Raúl Castro: es un gobierno post-totalitario. No es una dictadura cualquiera, sino que basa gran parte de su legitimación en una ideología comunista y en la corporativización de los intereses sociales. El pluralismo es una quimera. No hay siquiera verdadera oposición política, sino disidencia y exilio. La sociedad civil no existe y la supuesta apertura económica del “reformista” Raúl Castro es una tenue ventanilla para micro-empresas precarias e informales. La posibilidad de una inversión privada contundente continúa dependiente de la aprobación de la élite.
Precisamente la cúpula de poder mantiene solidez, al menos visible hacia afuera. La trasferencia del liderazgo de Fidel a Raúl procedió sin relajos, y es plausible que las próximas secuelas sigan una pauta favorable a sus intereses. En su posesión de mando, Raúl Castro ofreció el 2018 como límite de su mandato. Para entonces debería quedar más claro el tipo de sucesión que se plantea. Sin embargo, lo más probable es que se mantenga el patrimonialismo en la toma de decisiones gubernamentales y en la administración de la economía. La desaparición de los hermanos Castro figura en el horizonte de mediano plazo, por eso ellos mismos están sentando las bases para el “castrismo” sin ellos.
El post-totalitarismo puede transitar hacia otro tipo de régimen, pero el camino no será necesariamente democrático. Lo más probable es algún tipo de autoritarismo que ni siquiera llegue a incluir mínimos requeridos de competencia política. Mientras se controle todo tipo de expresión politizable del humor social de los habitantes de la isla, el sistema de partido único no tambalea. Una sociedad que no es capaz de construir alternativas políticas al poder queda sumisa a al mismo. La posibilidad del ingreso de la población a la globalización informática, luego del acuerdo con Estados Unidos, se trunca si sigue supeditada a la edición dictatorial del castrismo. Inclusive la gran noticia de esta semana, el retorno de los cinco prisioneros cubanos, fue presentada como una victoria que afianza su legitimación política. La dificultad de la eliminación del embargo –mientras los Republicanos mantengan su oposición monolítica en el Congreso estadounidense- no desestabiliza la polarización ideológica que tantos réditos le ha otorgado a la dictadura.
El restablecimiento de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba es una medida acertada, sobre todo por su impacto geopolítico y diplomático, pero su influencia en el cambio de régimen es incierta. Los caminos de la transición no son todos democratizadores. Ahí están Rusia, China y Vietnam de muestra.