Terminé junio, mes que conmemora los disturbios de Stonewall –inicio del movimiento de liberación homosexual en Estados Unidos –y celebra internacionalmente el orgullo LGBT, con sentimientos profundamente encontrados. Ello, por la distancia cada vez mayor entre los avances que hace el mundo en la protección y celebración de esta dimensión de la diversidad y la desprotección y falta de empatía respecto de la población LGBT en nuestro país.
En junio, el Banco Interamericano de Desarrollo, institución para la que trabajo desde hace más de 10 años, enmarcó por primera vez la entrada principal de su edificio en Washington D.C. con banderas de arcoíris –símbolo del orgullo LGBT y en un mensaje a todos los empleados se nos invitó a manifestar nuestros pronombres–, una señal clara para mostrar respeto por y dar seguridad a las distintas identidades de género. Estos símbolos y gestos tienen significado si reflejan prácticas y valores, como es el caso (e.g. reconocimiento de los mismos derechos a los matrimonios o uniones de hecho de parejas del mismo sexo iguales a los de parejas heterosexuales). Durante junio, toda la ciudad de Washington lució banderas y parafernalia de arcoíris, no solo en restaurantes y tiendas, sino en consultorios médicos, bancos y edificios de instituciones públicas, y la vicepresidenta Kamala Harris participó en la alegre y multitudinaria marcha del orgullo. En este ámbito más amplio, también, los gestos y celebraciones crean el espacio para reflexiones más profundas y alimentan los cambios legales que normalizan la vida de los individuos y familias LGBT –destaca que Washington reconoce el matrimonio gay desde 2009–.
En contraste con este ánimo celebratorio y de cada vez mayor avance, las noticias de Perú entristecen: la población LGBT sigue sin tener ninguna protección familiar o patrimonial, estando muy por detrás de ciudadanos de igual orientación en México, Brasil, Argentina, Chile, Colombia, Ecuador e incluso Bolivia, que desde fines de 2020 registra las uniones entre parejas del mismo sexo. En nuestro país, que ha tenido más de 190.000 muertos por COVID-19 y en que 8% se identifica LGBT, es probable que más de 15.000 compatriotas LGBT hayan muerto por COVID-19. La pérdida de un ser querido duele, pero en el caso de las parejas del mismo sexo a mi me estremece pensar que además del dolor de la perdida no hayan podido acompañar a sus parejas en sus últimos momentos o que, en medio del duelo, hayan sido desalojados de sus casas o despojados de sus bienes por falta de protección legal.
Esta penosa situación jurídica es difícil que mejore en el corto plazo por (i) la nueva composición del Congreso en que los partidos políticos más conservadores y más opuestos a las causas LGBT son los que han ganado mayor espacio y (ii) porque Pedro Castillo, el candidato aparentemente más votado en la segunda vuelta y quien todo indica asumirá la conducción de la nación este julio, ha sido claro en no darle importancia a los derechos de la comunidad LGBT y en entender la familia exclusivamente como la unión de un hombre y una mujer. En esto los dos candidatos mas votados son exactamente iguales.
Soy optimista y estoy convencida que en el largo plazo las cosas van a cambiar. La mayor visibilización en radio, literatura, películas y noticias de personas LGBT como ciudadanos comunes y corrientes que tienen sueños y aspiraciones, avanzan, se equivocan, trabajan, pagan impuestos, etc. apoya ese proceso de cambio. También aporta en ese sentido el apoyo visible de muchas empresas privadas; aprovecho de celebrar a Pride Connection, en que 56 grandes empresas emblemáticas de distintos rubros se comprometen a promover espacios de trabajo en que personas LGBT se sientan seguras valoradas y respetadas y adoptan compromisos en contra de la discriminación y a favor de la inclusión. Por supuesto, los colectivos LGBT y organizaciones de derechos humanos tienen un rol clave que jugar y lo vienen haciendo desde hace décadas. Finalmente, lo más importante para concretar ese cambio es que esta titánica tarea se comparta: necesitamos tener más aliados vocales y comprometidos en la ciudadanía de a pie.
Si bien todas las personas, independientemente de su edad, tienen capacidad de cambiar, mi apuesta optimista se centra en los jóvenes, que en todos los paises son más proclives a reconocer los derechos de los demás y a posiciones más empáticas y basadas en principios –pensemos quienes impulsan las agendas de respeto al medio ambiente o de lucha contra la corrupción–. La hermosa frase de Martin Luther King Jr.; “el arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la Justicia”, fue pensada en los derechos para población afroamericana pero es totalmente pertinente para alimentar ese optimismo.
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