El próximo año cumplo 50 años de ejercicio docente. Entonces la decisión de jubilarme da vueltas en mi cabeza. Me pregunto si soy un buen profesor y si enseñar me resulta satisfactorio. En realidad, siempre he reflexionado sobre mi actividad como profesor universitario, pero ahora esta inquietud se ha intensificado.
Las condiciones del proceso de enseñanza-aprendizaje han cambiado desde la llegada de Internet y la posibilidad de un acceso inmediato a una cantidad ilimitada de información. Cuando joven, allá por la década de 1960, las expectativas que teníamos los estudiantes eran modestas. El ideal era un profesor que pudiera exponer un tema de una manera bien hilvanada. Así podríamos seguir su discurso y capturar el respectivo argumento, pero la realidad no respondía a este ideal. En muchas clases reinaba la reiteración y la divagación. Se aprendía poco y uno se aburría mucho. Pocos profesores preparaban bien sus clases, pues no existía la costumbre ni la posibilidad de hacerlo. Ser profesor universitario era una actividad complementaria, desempeñada por renombre o altruismo, pero sin la compensación económica que permitiera lecturas sistemáticas. Era una época en que el conocimiento gozaba de un gran prestigio; se le valoraba como algo importante de por sí, una distinción que abriría caminos de realización humana y prosperidad económica. De allí la buena disposición a aprender tanto cursos profesionales como los de cultura general; y también, el incentivo a concentrarse en las exposiciones magistrales y las lecturas respectivas.
Pero en los años que llevo como profesor he atestiguado grandes cambios. El estudiante vive en un entorno cada vez más saturado de estímulos, de manera que su capacidad de concentrarse ha disminuido notablemente. Ya no es suficiente una exposición ordenada para fijar su atención. Más que sistematicidad, lo que ahora se demanda es entretenimiento, una clase “dinámica”. El profesor ideal ya no es quien domina un tema sino quien expone con humor y rapidez, fomentando la participación. Ahora el profesor ya no puede dar por supuesta una disposición al aprendizaje entre sus alumnos. Se ha cristalizado una actitud más pragmática frente al saber. En efecto, se repite que nada sirve saber tal o cual nombre o fecha si en cuestión de segundos podemos informarnos a través del Google. La erudición pierde mucho de su atractivo.
Esta actitud tiende a generalizarse de manera que el estudiante llega a pensar que cualquier aprendizaje que no se pueda traducir en mayores ingresos económicos es irrelevante, pues parasita su vida sin aportarle nada que sea realmente valioso. Entonces frente a los desarrollos conceptuales a los que prejuzga como inútiles, el estudiante se aferra a la espontaneidad de la vida, a la exigencia de distracción y entretenimiento.
Creo que los profesores debemos sensibilizarnos frente a la nueva situación. Los estudiantes leen poco, su motivación es frágil y no están persuadidos de la utilidad de aquello que aprenden. Tenemos que hacer clases más dinámicas y participativas. Pero creo que no podemos abdicar de la exposición magistral como medio de trasmitir conocimientos que, al potenciar la capacidad reflexiva del estudiante, lo motiven a pensar mejor, a verse a sí mismos como protagonistas de sus vidas y como ciudadanos responsables comprometidos con la justicia y la equidad. Y no solo como vidas privadas que persiguen satisfacciones inmediatas. Entonces los profesores tenemos que ser persuasivos mostrando que incriminarse en la propia educación abre las puertas a una vida en que mayores sean las oportunidades para explorar nuestros deseos y cumplir con nuestros semejantes. Ya no podemos suponer como dado el valor del conocimiento, tenemos que demostrarlo como una posibilidad efectiva de potenciar la vida personal y colectiva. Creo que esta demostración enfrenta grandes resistencias, pues vivimos una época que exalta solo el saber instrumental y el entretenimiento. Un tiempo hostil al pensamiento crítico y a esa individuación reflexiva que nos encamine a una vida a la altura de lo mejor de nuestras posibilidades.
Enseñar ha sido siempre un oficio desafiante pues requiere de la entrega y el compromiso sin los cuales no hay impulso al aprendizaje. Hoy la tentación es ser solo un profesor “popular”. De esos que solo entretienen sin dejar huella. Por mi parte, no me considero un profesor “popular”. Me queda el consuelo, sin embargo, de sembrar el interés en las posibilidades del pensamiento. Y algunos estudiantes me lo agradecen. Y así pues voy tirando, contento de enseñar.