Más de 40 personas muertas y centenares de heridos por los deslizamientos ocurridos en la provincia de Camaná (Arequipa), 3 hermanitos fallecidos por el incendio de su casa en un asentamiento humano en San Juan de Lurigancho, destrucción inminente de las ciudades del Perú con un sismo similar al de Turquía. ¿Qué tienen todas estas desgracias en común? La ausencia de una política nacional de desarrollo urbano y de acceso a la vivienda coherente con nuestra realidad territorial, socio-económica y cultural.
Adolfo Córdova, en el primer informe que se hizo sobre la realidad de la vivienda en el Perú (1958), resumió el problema en una palabra: pobreza. Lamentablemente, los diversos intentos del Estado Peruano de abordarlo han fracasado, pues no se ha podido satisfacer la demanda de una vivienda digna en el marco del fortalecimiento integral de las capacidades de los ciudadanos. La Ley de Barrios Marginales (1961) planteó la prohibición de las invasiones y la intervención del Estado en la planificación de urbanizaciones formales y equipadas. Ninguna de las dos cosas sucedió, lo que sí se generó fue un estímulo a las invasiones y a la urbanización informal, aprovechando la debilidad (y complicidad) de los gobiernos locales en materia de planificación y fiscalización.
El resultado es el que vemos, según Grade (2020), el 93% del nuevo suelo urbano es de origen informal e ilegal, es decir, no cumple con los requisitos mínimos que las normas nacionales exigen para garantizar la vida, como son el no estar ubicado en zonas de riesgo o no urbanizables, contar con servicios básicos, ser accesibles mediante vías, entre otros. A esto hay que sumar el hecho de que las casas que se construyen son igualmente informales, con lo que el riesgo se incrementa exponencialmente.
¿Se puede revertir este proceso? Considero que sí, pero para ello necesitamos reconocer y comprender nuestra realidad y diversidad. Según la Asociación de Desarrolladores del Perú (ADI, 2020) los programas de vivienda social del Ministerio de Vivienda alcanzan principalmente al tercio de la población que tiene mayores ingresos, y la oferta está concentrada en Lima y el Callao. Asimismo, los reglamentos de Vivienda Social que el Ministerio viene promoviendo, lejos de mejorar la calidad urbanística de las ciudades para poder densificarlas, están tugurizando las pocas zonas atractivas para desarrollos inmobiliarios. Mientras tanto, más familias deben recurrir a traficantes de terrenos u organizaciones mafiosas para acceder a un pedazo de tierra sin ciudad.
Si el problema de fondo es la pobreza, la solución debe partir por la inclusión laboral y financiera. Para ello, el Estado necesita trabajar intensamente con el sector privado y los gobiernos regionales, con la finalidad de generar una mayor oferta de empleos formales, evitando así que la única opción sea venir a Lima. Asimismo, es importante que el MEF elabore una propuesta de inclusión financiera que reconozca los ingresos informales de las familias, permitiéndoles ser sujetos de crédito. Por su parte, el Ministerio de Vivienda, en vez de seguir imponiendo indiscriminadamente parámetros urbanos, debería sugerir normas adecuadas a la realidad de las regiones y a la escala de las ciudades. Además, es imperioso que trabaje con las municipalidades para que, en el marco de la planificación urbana, se determinen las obras necesarias para poder densificarlas sin que ello implique el deterioro de la calidad de vida de los vecinos. Estas obras son también empleo, y por ende, desarrollo.
El camino no es sencillo, pero no abordarlo nos viene costando miles de vidas, que podrían ser millones ante un suceso como el de Turquía. ¿Cuándo empezamos?