Hugo Coya

Con frecuencia, respondo interrogantes de los lectores acerca de los de no ficción, las que varían dependiendo de los hechos narrados o del interés en cierta situación puntual que les gustaría conocer en detalle. Un tenor hallado en las consultas estriba acerca del porqué, tratándose de hechos reales, dichas publicaciones no siguen la ruta usual de los libros de historia.

A ellos, les explico que un libro escrito por un periodista difiere no solo por el estilo de narración o el uso del lenguaje, sino porque busca, en primera instancia, popularizar conocimientos existentes o ayudar a las personas a comprender mejor una época.

En ese sentido, el periodismo narrativo o la literatura de no ficción resultan territorios fecundos para denunciar y hacernos reflexionar, por ejemplo, acerca de catástrofes naturales, cuyos enormes daños pudieron ser evitados y cito casos como “The Great Hurricane: 1938″ de la estadounidense Cherie Burns.

“En la noche del 21 de setiembre de 1938, las noticias en la radio estaban llenas de la invasión de Checoslovaquia. No se mencionó ningún clima severo. Cuando los residentes frente al mar notaron un color siniestro en el cielo, ya era demasiado tarde para escapar. En una era anterior a los sistemas de alerta y la ubicuidad de la televisión, esta tormenta sin precedentes tomó al noreste con la guardia baja, arrasó con las comunidades costeras y mató a 700 personas”, describe Burns sobre aquel terrible episodio en la historia de Estados Unidos.

Libros como el de Burns y también miles de reportajes y artículos periodísticos indagan acerca de la razón de enormes tragedias, sea por la falta de previsión, la carencia de información, la no construcción de infraestructuras adecuadas o, simplemente, la corrupción.

El asunto cobra especial relieve a propósito del devastador paso del ciclón Yaku. El norte de nuestro país es una región históricamente vulnerable al fenómeno de El Niño, donde ha quedado una vez más en evidencia que no se adoptaron las medidas necesarias para proteger a sus ciudadanos.

De nada sirvió la ocurrencia entre diciembre del 2016 y marzo del 2017 del fenómeno de El Niño costero, considerado el peor de su tipo en un siglo. En aquella época, el balance entregado por las autoridades apuntó a que al menos un millón de personas resultaron afectadas, otras 150 perdieron la vida, 300 resultaron heridas y los daños se estimaron en más de mil millones de dólares, lo que representó una pérdida significativa para la economía nacional.

Fue entonces que se creó la Autoridad para la Reconstrucción con Cambios a fin de trabajar junto con regionales y municipios en la tarea de evitar que las lluvias torrenciales se conviertan en un presente que repite el pasado.

No obstante, en los últimos días hemos visto a miles de personas atrapadas por el agua, casas y vías destruidas, calles inundadas, sembríos perdidos, puentes colapsados.

Incluso, la presidenta Dina Boluarte se sumergió sin necesidad en el barro cuando tenía vereda seca a menos de dos metros y repitió aquella escena que sirvió de propaganda a Alberto Fujimori en 1998 para recuperar popularidad y luego usarla durante su campaña con miras a su re-reelección.

Que las autoridades visiten lugares afectados por una tragedia es algo común en todas partes del mundo, pero si la mandataria desea diferenciarse de sus predecesores y no quedar en apenas un gesto para las cámaras, debería adoptar medidas reales.

En caso contrario correrá el riesgo de que esa reacción inicial se integre a la larga lista de espectáculos grotescos y sinsentido de sus antecesores y que la población recordará cuando vuelva a sentirse aquejada por una calamidad semejante.

Si hay que ser justos, tampoco se trata de poner toda la responsabilidad en el gobierno nacional, pues las autoridades regionales y municipales cargan enormes culpas que van desde una escasa preparación hasta proporcionar información errónea.

Por ejemplo, el presidente de la Comisión de Gestión de Riesgo de de Lambayeque, Carlos Balarezo, declaraba el 5 de marzo en RPP que probablemente el período de lluvias en lo que queda del verano será “menos intenso” cuando existían fuertes indicios de la proximidad del ciclón. Resultado: cuatro días después arribaba Yaku y el río La Leche aumentaba su caudal en esa zona, arrastrando a cinco personas y dejando bajo las aguas el distrito de Pacora.

El concepto de muertes evitables debería ser una premisa de las autoridades, sobre todo cuando se sabe que la pobreza extrema ha obligado a demasiadas personas a asentarse en zonas peligrosas, sean quebradas, lechos de ríos o faldas de cerro. Esas viviendas no cumplen los estándares de construcción adecuados, lo que aumenta el riesgo de deslizamientos de tierra y de pérdidas de vidas.

Las lluvias torrenciales no son un evento impredecible en el norte del Perú. Mas cuando suceden, las autoridades, a menudo, recurren a medidas improvisadas y cortoplacistas para hacer frente a las emergencias. Esto incluye la distribución de bienes básicos, como alimentos y medicinas, sin considerar el impacto a largo plazo de las inundaciones y los deslizamientos de tierra.

Es necesario que, de una buena vez, se tomen medidas concretas para prevenir futuros desastres naturales: invertir en infraestructuras adecuadas, tener planes de contingencia y programas de prevención para las comunidades vulnerables al tiempo que debe investigarse con rigurosidad a dónde fueron a parar los millones de soles invertidos en las obras mal hechas o inconclusas de la mal llamada ‘reconstrucción con cambios’.

Luego surgirán los libros escritos por los periodistas que mantendrán viva la memoria sobre quienes les dieron la espalda a sus pueblos y se enriquecieron a costa de la fatalidad.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Hugo Coya es periodista