Richard Webb

Un motivo de felicitación que tenemos los peruanos y que nos gusta recordar con frecuencia es la extrema diversidad geográfica, ecológica y humana de nuestro país. La primera frase de la “Historia del Perú” publicada por el historiador Peter Klaren hace un lustro es: “para comprender la historia del Perú necesitamos comenzar con su medio ambiente y ecología”. De otro lado, una de las autocríticas más repetidas es la extrema desigualdad social de nuestra población. Pocas veces vemos un esfuerzo para evaluar la posible relación entre esas dos caras de la peruanidad.

Esta reflexión fue motivada por un interesante artículo preparado por el IPE y publicado por El Comercio hace pocos meses, que contenía cifras sobre las brechas regionales del país. Según el artículo, las brechas citadas –relacionadas a varios aspectos del desarrollo físico y social– serían las más altas en América Latina. Se citaron, por ejemplo, la prevalencia regional de anemia, el rendimiento escolar y la recaudación municipal, objetivos del desarrollo de toda población. La reacción inmediata y elemental ante tales cifras es que los números no sorprenden tratándose de diferencias geográficas y humanas tan grandes como son las que existen entre sierra, selva y costa.

De otro lado, la desigualdad es un tema frecuente de los trabajos de diversos académicos de las ciencias sociales. La desigualdad en la propiedad de la tierra agrícola ha sido quizá la característica citada con mayor frecuencia y énfasis como causa de los problemas económicos y políticos del país. Sorprende, entonces que los estudios realizados después de la reforma agraria peruana –citada como una de las “revoluciones agrarias más radicales realizadas que ha conocido el mundo”– hacen escasa referencia a su impacto, tanto sobre la economía como sobre su estabilidad política. Más bien, los académicos han seguido publicando estudios que hacen escasa mención al impacto de esa “revolución”, e insisten en que la desigualdad sigue siendo extrema.

El silencio acerca de los efectos de la reforma tendría una explicación simple: las cifras citadas antes de la reforma exageraban enormemente el grado de desigualdad en la tenencia de tierras. En realidad, el error tuvo más de intencionalidad que de equivocación técnica. La cifra acerca de la desigualdad en la agricultura, ampliamente citada antes de la reforma por estudiosos y por políticos, afirmaba que 80% de la superficie cultivada se encontraba en manos de grandes hacendados. La cifra hacía caso omiso a los censos agropecuarios realizados en 1961 y en 1972, cuyos resultados indicaban que la propiedad de los grandes terratenientes no era el 80% sino del 20%, tremenda exageración que contribuyó a la decisión política pero que, a la vez, implicó un cambio mucho menos dramático de lo esperado, en la gestión de la agricultura.

Sin duda, un avance logrado por nuestra sociedad durante el último medio siglo ha consistido en un mejor conocimiento y capacidad de evaluación en el cálculo y uso de los números, pero esta historia de autoengaño estadístico nos debe servir de alerta permanente, particularmente en un contexto de debate público que cada día hace más referencias a números. Sin duda, esa explosión estadística multiplica el margen para la evaluación errada y el simple engaño, no solo en relación a temas delicados, como es la justicia social, sino en múltiples otros aspectos de la vida colectiva de una nación.

Richard Webb Economista

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