El trabajo del economista tiene un parecido con el de un piloto de avión. Los dos oficios consisten en realizar un continuo cálculo de cifras –las que miden el rumbo actual, y las que resultarían de la modificación de alguno de los instrumentos de vuelo–. Más y más, el trabajo del médico también sigue ese patrón, partiendo de mediciones del estado actual de un cuerpo humano, y luego calculando los efectos de posibles intervenciones o modificaciones en el cuerpo del paciente.
Quizás por eso me ha sido posible cumplir con una vida profesional haciendo cálculos en el campo de la economía, a pesar de mi poca aptitud para la matemática. Es que, en gran parte las cifras que afirman los economistas para sustentar una recomendación de política económica son esfuerzos persuasivos, justificados más por la lógica general de la recomendación que por la exactitud de algún cálculo –un uso y una responsabilidad muy diferente a la del piloto o médico cuyos cálculos necesitan ser extremadamente exactos–. Además, la ‘lógica general’ de una recomendación económica sigue siendo mayormente una preferencia o sesgo político. Y no solo en el Perú. En todo el mundo los argumentos a favor y en contra de las distintas opciones económicas siguen respondiendo más a ideas y preferencias políticas o generales que a los cálculos finos de una acción.
La desigualdad económica es uno de los temas que ilustra esa cultura de uso persuasivo de los datos de una economía. Los economistas han desarrollado una medición estadística de la desigualdad aplicando el concepto del coeficiente Gini, una estadística propuesta por el matemático italiano de ese nombre y que hoy es calculado para casi todos los países del mundo. El coeficiente Gini –un número entre cero y uno– expresa el grado de desigualdad económica de una población: con igualdad total el Gini tendría un valor de cero y, conforme aumenta la desigualdad, el Gini se acercaría a un valor de uno. Por coincidencia, opté por dedicar mi tesis doctoral justamente al tema de la desigualdad económica en el Perú. Sin embargo, aunque el estudio fue premiado y publicado por la universidad, no calculé ni mencioné un Gini para el Perú.
La omisión fue deliberada y tuvo dos razones. Una fue la inevitable deshonestidad que tendría semejante cálculo. La tesis fue realizada durante los años setenta del siglo pasado, cuando aún no se disponía de encuestas para conocer los ingresos familiares: una cosa era protestar en las plazas públicas contra los altos niveles de desigualdad, pero otra era ponerle un número preciso a esa condición.
Pero el segundo motivo fue el más importante. En mi opinión, el mérito es inseparable de la justicia: la desigualdad en sí misma es quizás indeseable, pero no es sinónimo de injusticia ni de la falencia de una sociedad. Medir un grado de injusticia implica conocer el mérito detrás de esa desigualdad –si existe o no algún mérito y cuánto de la desigualdad es retribución al mérito y no el resultado de actos indeseables–.
Esa aceptación e incluso felicitación es especialmente evidente y pública en actividades como el deporte y las artes populares, pero existe ante las diferencias en productividad en general. La valoración del mérito individual y la aceptación de diferencias económicas existe incluso en los niveles más pobres de la sociedad andina, como ha sido reconocida por múltiples estudios realizados por sociólogos. Un estudio dirigido por el sociólogo belga Christian Bertholet en 1966, en 22 comunidades cerca del Lago Titicaca, encontró altos niveles de desigualdad interna, y un grado “bastante alto de individualismo centrado en la familia”. Visto de afuera, ¿corresponde castigar o criticar el Gini de esa población indígena?