Oswaldo Molina

La enorme inestabilidad que viene padeciendo el Perú sorprende tanto a propios como a extraños. Y es que tener seis presidentes y tres Congresos en menos de seis años no puede dejar de ser un terrible obstáculo para cualquier esfuerzo de desarrollo nacional de largo plazo. La actual situación nos exige a todos reflexionar e intentar entender cómo hemos podido llegar a este punto. Pero comprender lo que viene ocurriendo demanda que miremos más allá del reciente 7 de diciembre.

En primer lugar, tengamos algo de perspectiva. El Perú vive el periodo más largo de su historia de transiciones democráticas. Sin embargo, uno puede preguntarse qué se ha construido con esta mayor democracia o si esta ha sido también dilapidada por políticos corruptos durante estos años. O, puesto de otra manera, por qué es que, según el Barómetro de las Américas 2021, un 45% de los peruanos considera que es justificable que el presidente disuelva el Congreso y gobierne sin esta institución en tiempos de crisis; lo que evidencia un débil compromiso con la democracia, algo que con pena podemos constatar en estos días desde diferentes frentes de la sociedad. Ciertamente la clase política peruana tiene muchas explicaciones que dar frente a esta generalizada insatisfacción de los peruanos con la democracia. No obstante, aquí tenemos un poco de culpa todos, que, con cierta apatía, no nos preocupábamos por la evidente descomposición de la política local, en tanto la economía parecía avanzar de manera paralela y desconectada.

Así, fuimos testigos silenciosos de cómo, en muchos casos, las economías ilegales iban ingresando poco a poco a la política; y, junto con su financiamiento, llegaban también las agendas que estas promovían, independientes del bienestar general. Fuimos también testigos de cómo ha ido subiendo el tono confrontacional en nuestra propia política. De hecho, no se comparan las disputas del pasado con lo que ocurre hoy en día, donde palabras como “golpe”, “cierre” y “vacancia” forman parte del vocabulario cotidiano de nuestro quehacer político. Finalmente, se nos hizo común ver desfilar a diferentes funcionarios públicos (sean expresidentes, presidentes regionales o pequeños alcaldes) en audiencias judiciales por presuntos delitos.

Y sí, mientras eso ocurría, nuestros números macroeconómicos seguían siendo muy buenos. Gracias a la solidez del Banco Central y la supervivencia de equipos técnicos en el Ministerio de Economía y Finanzas, lográbamos preservar la estabilidad macroeconómica –algo que, por cierto, deberíamos valorar mucho más–. Sin embargo, y a pesar de esto, la mala política sí afectaba negativamente la economía, solo que de una manera menos visible.

Así, la mala política reducía la capacidad para traducir esos buenos números macroeconómicos en bienestar, a través de la provisión de servicios públicos de calidad; algo que toca directamente a los más vulnerables. Entendamos esto bien: la estabilidad macroeconómica, un esfuerzo titánico de los peruanos, beneficia directamente a la sociedad mediante, por ejemplo, la generación de empleo. Pero estos mismos números macro positivos, mediante la recaudación, también deberían transformarse en más hospitales, escuelas y carreteras para todos. Y es ahí donde los políticos nos han venido jugando mal a todos los peruanos.

Imaginen una cañería que debía llevar estos mayores recursos a las diferentes poblaciones del país. Pues bien, la mala política en los diferentes niveles de gobierno, sea por incapacidad o por corrupción, terminaba convirtiéndose en agujeros dentro de esa cañería. Al final del día, nuestros compatriotas solo veían con hartazgo cómo del otro lado de la cañería les llegaban exiguas gotas (pocas obras públicas y malas políticas). No deja de ser llamativo, por ejemplo, que a lo largo del país existan 2.346 obras paralizadas por un monto mayor a S/29 mil millones. Décadas de democracia y crecimiento desperdiciadas por falta de plomeros. La mala política nos ha costado, y mucho. Porque, en realidad, la manera correcta de entender esto no es pensar que crecimos a pesar de la mala política local, sino de imaginar dónde podríamos estar si nos preocupásemos por tener un mejor sistema político.

Ahora bien, ¿en qué medida esta mala manera de hacer política ha mellado la democracia peruana? No es pues casualidad que el Perú sea el segundo país, solo detrás de Haití, con menor satisfacción con el funcionamiento de la democracia (21%), cifra además que viene disminuyendo considerablemente en los últimos años (era 52% en el 2012). Tampoco, evidentemente, es casualidad que el 88,4% de la población considere que más de la mitad de los políticos son corruptos, el mayor porcentaje de la región. Como es evidente, estas cifras juegan en pared.

La democracia peruana, aun con todos sus defectos, merece que la defendamos y que no la demos por sentada. No permitamos que siga languideciendo en manos de políticos corruptos, sean estos alcaldes o presidentes. La mala política nos ha quitado la capacidad de generar mayor bienestar para más peruanos y ha engendrado una enorme insatisfacción, que luego termina alimentando opciones extremas. Queda claro que no podemos desatendernos de la manera de hacer política en nuestro país. Debemos exigir a los políticos una mayor rendición de cuentas y que antepongan los intereses nacionales a los particulares. Construyamos todos, desde donde nos toque, una democracia más sólida y auténtica, capaz de atraer a los mejores peruanos. Se lo debemos a esas mujeres y hombres honestos que salen a trabajar día tras día por sus familias y a aquellos compatriotas que se encuentran postergados.

Oswaldo Molina es director ejecutivo de la Red de Estudios para el Desarrollo (Redes)

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