"Se requieren pues, y a gritos, reformas en distintos planos (judicial, laboral, tributario, por mencionar algunos). Estas deben apuntar a dos objetivos claros y claves: nivelar la cancha de las oportunidades y mejorar el ambiente de inversión". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Se requieren pues, y a gritos, reformas en distintos planos (judicial, laboral, tributario, por mencionar algunos). Estas deben apuntar a dos objetivos claros y claves: nivelar la cancha de las oportunidades y mejorar el ambiente de inversión". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Juan José Garrido

Según los cálculos del, la economía peruana habría crecido 2,1% durante el 2019, la peor cifra desde la recordada crisis global del 2009, cuando crecimos tan solo 1%. De hecho, si descontamos dicha caída, el crecimiento de la producción nacional sería el más bajo desde el 2001 (0,6%), otro año de recesión global.

Creciendo al 2% seremos incapaces de producir excedentes que nos permitan mejorar la calidad de nuestros conciudadanos, menos aún apostar por reformas –siempre impopulares, por cierto– que nos faciliten crecer más y con mejor distribución. Las matemáticas, lamentablemente, no se equivocan: para gastar e invertir primero hay que producir. Endeudarse, una palanca de corto plazo, requiere un proyecto de claras mejoras que, en simple, no existe. El otro camino, aquel de la ‘maquinita’ y la irresponsabilidad fiscal, como bien sabemos, no funciona.

En el quinquenio 2005-2009, crecimos a una tasa promedio del 6,5%; entre el 2010 y el 2014, al 5,8%, y entre el 2015 y el 2019, al 3,2%. La economía global en dichos quinquenios creció al 3,78%, 4,06% y 3,46%. No podemos culpar a nuestros pares globales de nuestra catástrofe. Tampoco podemos culpar a los “términos de intercambio” (la relación entre los precios de nuestras exportaciones y nuestras importaciones): en el quinquenio 2005-2009 el índice promedió 88; entre el 2010 y el 2014, 105, y en el período 2015-2019, 93.

¿Qué explica la caída? Nuestro PBI potencial (un guarismo que identifica la tasa más alta a la que puede crecer una economía utilizando sus factores de producción de manera eficiente) ha caído 50% entre el 2008 y la actualidad, y con tendencia a la baja. Detrás de ello existen factores externos, sin duda, pero no son los hechos más significantes para explicar el deterioro de nuestra actividad económica.

Dos hechos explican, en gran medida, la disminución de nuestra actividad. En primer lugar, las pérdidas en productividad. Entre el 2001 y el 2010, la productividad contribuyó en 42% al crecimiento del PBI; entre el 2011 y el 2015, en 12,5%, y entre el 2016 y el 2020 contribuirá en tan solo 5%. La contribución de las reformas estructurales –realizadas en los noventa–, como bien dice el Banco Central de Reserva en un reporte publicado en el 2018, “se ha ido diluyendo gradualmente pues se ha impuesto una excesiva regulación en la economía, lo cual se refleja en un retroceso de 11 posiciones en los últimos 11 años en el ránking del Reporte de Competitividad Global del Foro Económico Mundial (WEF)”. Es decir, el incremento sostenido de la microrregulación –notorio en el gobierno humalista– explica en gran parte la pérdida de actividad económica en el último decenio.

En segundo lugar, está la paupérrima calidad institucional. Cierto, las cosas no han empeorado tanto (difícil estar peor), pero la acumulación empieza a ser cada vez más notoria, sobre todo por la limitada capacidad de atención del sector público.

Se requieren pues, y a gritos, reformas en distintos planos (judicial, laboral, tributario, por mencionar algunos). Estas deben apuntar a dos objetivos claros y claves: nivelar la cancha de las oportunidades y mejorar el ambiente de inversión. Sin lo segundo, no hay recursos; sin lo primero, no es ni justo ni estable.

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