No recuerdo ya el mes, pero sí que estaba en tercero de secundaria. Yo trotaba en mi clase de educación física cuando de pronto escuché una voz burlona que a la distancia decía: “Mira cómo corre ese cabro”. Todavía me queda algo del extraño terror que se apoderó de mí cuando escuché ese comentario. Aceleré el paso. Guardé silencio. En aquellos días no comprendía por qué que me sentía atraído hacia otros hombres. Solo sabía que tenía que ocultarlo. ¿Decírselo a mis padres? ¿A mis amigos? Ni hablar. Conocía además lo que pasaba con quienes expresaban con convicción su orientación no heterosexual en la escuela. No quería que me pase lo mismo.
A la par, en mi iglesia local veía cómo eran repudiados quienes habían sido descubiertos transgrediendo el estricto canon de la sexualidad protestante. Durante aquellas liturgias escuchaba de las fuerzas espirituales que tentaban, pero también sobre cómo la oración y el ayuno eran las claves para que esa “impureza” fuera expulsada de una vez por todas. Fueron varios los campamentos en los que, con el más genuino fervor, rogaba no sentir aquello que me era prohibido. Había que tener mucha fe, de esa que mueve montañas, y reprimir el deseo.
Recuerdo también el verano cuando conocí a J, otro adolescente cuyos abuelos acudían a la misma iglesia que mi familia. Nos volvimos amigos, disfrutábamos pasar tiempo juntos. Yo no tenía muy claro por qué, pero ambos siempre buscábamos excusas para encontrarnos por las tardes y charlar. Meses después me enteré que le habían prohibido acudir a la iglesia. Luego de un par de décadas, ya en nuestros treintas, lo vi a lo lejos desde las graderías de una discoteca miraflorina. No lo podía creer. Nos reencontramos luego en un café y me reveló que su familia había encontrado su diario personal, donde escribía sobre lo que empezaba a sentir por un adolescente que llevaba mi nombre. Le habían prohibido verme esperando que curara su homosexualidad. Quedé perplejo.
Ese fue el escenario en el que crecí. En aquel tiempo, el derecho tampoco estaba de nuestro lado. La verdad no sé si alguien lo estaba, porque ser LGBTIQ+ significaba estar fuera del margen social y jurídico. Hoy parece ser que esa tensión en el entorno social es cada vez menos intensa, especialmente entre los más jóvenes. Son cada vez más frecuentes las encuestas que muestran un mayor nivel de aceptación del matrimonio igualitario y de las expresiones de afecto diversas en la sociedad peruana. Tenemos más aliados. Y, aunque alrededor del mundo el derecho intenta no perder el paso en esta disputa por la visibilidad del que siente distinto, en el Perú lo jurídico todavía no es vanguardia. Al contrario, es la expresión de un orden conservador, erigido a partir de tres cuestionables presunciones: la heterosexualidad, la cisgeneridad y el binarismo. ¿El resultado? No se puede ser gay, lesbiana o bisexual. Mucho menos trans. Y solo existe una manera de expresar la masculinidad y la feminidad.
Con el tiempo y, especialmente, en las últimas dos décadas, quienes somos LGBTIQ+ hemos acudido frecuentemente a ese derecho hetero-cis-binario para reclamar lo que nos corresponde. Y el derecho ha empezado lentamente a cambiar. Este nuevo paradigma jurídico ha ocasionado que ciertos sectores del conservadurismo expresen una resistencia casi nostálgica frente a los que hoy vivimos nuestra verdad. Personalmente me recuerdan a quienes todavía miran con sospecha a la mujer que actúa con plena autonomía en la esfera pública y privada, sin vincular su destino a la maternidad. Será por ello que las luchas por los derechos de las mujeres andan tan emparentadas con las de quienes somos LGBTIQ+. Si por aquellos fuera, estoy seguro, nos regresarían a todos al clóset. Y, a las mujeres, les negarían todas sus conquistas desde un biologicismo trasnochado.
Pero eso ya no debe volver ocurrir, ese pasado no debe volver. En los últimos años, el Perú ha sido un escenario clave para la articulación regional de un enfoque en el que lo hetero-cis-binario es puesto en sospecha y en el que se hacen posibles otras experiencias y sentires. Este ha sido el trabajo enorme de gigantes, algunos todavía con nosotros; hablo aquí de Aldo, Alejandro, Belissa, Brenda, Crissthian, Darling, Eduardo, Fhran, Fiorella, Gabriela, Giancarlo, Gianna, Gio, Gissy, Jana, Jenny, Jheinser, Jorge, Leyla, Luisa, Maju, Manolo, María Ysabel, Marco, Mili, Miluska, Oscar, Paul, Rebeca, Roberto, Rodrigo, Santiago, Violeta, Yefri y tantas más que en distintos momentos han puesto el cuerpo y la mente para que hoy tengamos vidas vivibles, para que nuestros cuerpos puedan tener la libertad de respirar, amar y ocupar cada espacio sin temor a ser víctimas de violencia y discriminación.
Por eso es tan importante, especialmente hoy, celebrarnos por todo lo conseguido, sin olvidar lo que queda por hacer, que es todavía bastante. A veces creo que mis ojos ni siquiera alcanzarán a ver el matrimonio igualitario o el reconocimiento pleno de las identidades trans en el país. Otras veces, que se logrará pronto porque hay un nuevo derecho que ahora sí está de nuestro lado. Quién sabe, en alguna otra realidad, J y aquel adolescente puedan tener otra historia.