El domingo 25 de mayo Juan Manuel Vargas presidía una bulliciosa mesa en el segundo piso del restaurante Costanera 700 de reconocida calidad gastronómica. Entre los quince comensales no resultaba difícil reconocer a varios de sus amigos de barrio, provenientes, probablemente, de San Miguel, Magdalena o Breña; también se distinguía un cierto aire familiar gracias a dos o tres mujeres en compañía de sus hijos. Juan Manuel Vargas estaba callado y llevaba en la cabeza su clásico gorro de lana, convertido en sello personal, como una manera de continuar siendo el loco, el adolescente eterno, ocultando la imagen del adulto que no cuaja en el exigente fútbol europeo. No hay duda que era él quien invitaba, sobre todo a esa collera de barrio que vociferaba estruendosa.
Juan Manuel Vargas es conocido como el Loco y tiene antecesores ilustres que militaron en reconocidos clubes de Italia: Víctor Benítez, Alberto Gallardo, Jerónimo Barbadillo y Julio César Uribe, todos ellos infinitamente superiores a él. El Loco Vargas inició su carrera en la “U”, estuvo en Colón y de allí viajó a Italia, donde ha militado en clubes de segundo rango. En la Fiorentina es suplente y juega de rato en rato. El exponente sudamericano indiscutible de ese club es Gabriel Batistuta. Durante las eliminatorias pasadas Vargas jugó obeso bajo la protección inaudita de un entrenador serio como Markarián. En las eliminatorias anteriores, en la época de Del Solar, una sola corrida de 40 metros en los tramos finales ante Argentina, es el acápite más vistoso de su deslucido C.V.
Pero allí estaba en la Costanera 700, rodeado de sus fans del barrio, que confunden fácilmente a un verdadero crack con alguien que no ha tenido el coraje de ser responsable cuando viste la camiseta nacional y se contenta con ser un jugador de reemplazo en la liga italiana. No se parece para nada al chileno Vidal, que llora cuando por lesión no puede representar a su país. O al colombiano Cuadrado. Él es solo el Loco Vargas, lateral de una selección eliminada de por vida. En su rostro se distinguía, quizá por todo esto, el gesto de la frustración. Pero él es incapaz de zafarse del ambiente que lo adula y ganarse el respeto de las otras mesas. Los mozos lo reconocen como un “caserito”, pero guardan su distancia. Toto Terry era querido y respetado en sus tiempos, cuando comía su apanado antes de un partido en el concurrido Superba, donde la gente se peleaba por obtener un autógrafo aunque sea en la servilleta. Valeriano también era respetado. La mesa de Vargas no infundía ni respeto ni cariño y cada quien en sus mesas comíamos extrañando la serena conversación y el valor auténtico de la amistad.