No puede ser simple para nadie enfrentar la incertidumbre que representa que de pronto cambien nuestras rutinas y nuestro abordaje al futuro inmediato. Puede entenderse el desconcierto que ha predominado en nuestras reacciones colectivas durante toda la semana pasada. Incluso, puede entenderse la negación, tantas veces expresada en formas absurdas de desobediencia. Pero no tendría sentido que en el día octavo mantengamos la relativa parálisis que ha seguido al inicio de la cuarentena. No me refiero, por cierto, a los sectores vinculados a las áreas de abastecimientos, energía, salud y seguridad pública, todos ellos ejemplarmente activos en estos días. Me refiero a las áreas de discusión y organización institucional, que se mantienen relativamente inmovilizadas aún.
Sin duda hay algunas señales positivas: el día dos, el Congreso, ya instalado, se concedió a sí mismo seis meses para revisar las reformas políticas que deberán aplicarse a las elecciones del 2021. Los expertos en regulaciones electorales han coincidido en que la medida puede requerir mayores precisiones, pero en todo caso la decisión anuncia el inicio de un debate que no puede seguir aplazándose. El mismo día, asimismo, se presentó un nuevo proyecto de ley para reformar el procedimiento de elección de los magistrados del Tribunal Constitucional. Además del texto, propuesto por Somos Perú, otras bancadas anunciaron que están preparando sus propias opciones para reformar el procedimiento de elección de nuevos magistrados.
No hay, en cambio, señales que muestren que la Junta Nacional de Justicia esté en posición de superar los efectos de la cuarentena y encuentre la manera de sesionar por medios virtuales. Tampoco hubo señales que muestren que el sector Justicia o la Corte Suprema están en posición de retomar el debate sobre la reforma de los tribunales. Y no hay señales de que las organizaciones civiles que observan estos procesos estén tratando de abrir foros públicos de debate sobre los fundamentos de las reformas pendientes de ser discutidas.
Mi punto es el siguiente: no existen razones que impidan que el Congreso, el Consejo para la Reforma del Sistema de Justicia, la Corte Suprema, el Ministerio de Justicia o las organizaciones de la sociedad civil que vienen observando estos procesos abran foros digitales que permitan comenzar a organizar debates que no tienen por qué paralizarse por la cuarentena. Nada impide que usemos las vías digitales a nuestra disposición para iniciar intercambios sobre las propuestas que ya están puestas en la mesa.
En teoría, la cuarentena tendría que levantarse en una semana. Pero aunque esto ocurra, el distanciamiento social deberá prologarse hasta que el virus haya remitido completamente entre nosotros. No tiene sentido, entonces, sentarse a esperar. El sistema institucional es un espacio suficientemente denso y está suficientemente rezagado como para arriesgarnos a postergarlo por más tiempo.
Tal vez toque aprender que los espacios digitales sirven también para tomar decisiones sobre asuntos de políticas públicas, aunque haya que hacer cierto esfuerzo para aprender a usarlos eficientemente.
Necesitamos pensar y necesitamos aprender a ensamblar debates. Tal vez sea el momento de generar espacios de intercambio más intensos que los que se logran desarrollar a través del contacto físico y de las redes sociales. Tal vez nuestra forma de contacto físico y nuestra forma de usar las redes sociales hayan sido en este último tiempo factores contributivos a la formación de la densa neblina que nos ha impedido reconocernos. Y tal vez necesitamos ahora cambiar el sentido de nuestras vías de encuentro para avanzar en lo que a la formación de espacios de debate se refiere.
Abrir foros y audiencias públicas administradas por vías digitales, desde el Estado y desde la sociedad civil, parece entonces urgente. Avanzar. Desengancharnos. Y aprovechar este momento en el que la interacción física se ha convertido en una actividad contraindicada para generar ideas que requieran ser meditadas para poder ser escritas, y escritas para poder ser entonces discutidas. Y discutidas sin las etiquetas que aparecen cuando nos confrontamos físicamente, sin intermediación semántica alguna, en un cara a cara que se ha vuelto propenso al insulto, a la descalificación y a la condena.
Tal vez la tensión que produce la supresión de los espacios de encuentro físico nos ofrezca la mejor oportunidad imaginable para instalar la palabra como vehículo de intermediación entre personas que se reconozcan una a otra como tales, en espacios meditados reflexivamente.
Tal vez nos hacía falta este silencio abrumador para descubrir el verdadero sentido de comunicarnos. Tal vez nos hacía falta esta distancia para poder reconocernos.
Toca cambiar el eje desde el que abordamos los problemas de nuestra fragilidad institucional. Abandonar construcciones abstractas que usamos para rechazar al otro y comenzar a construir desde esa solidaridad que hemos visto actuar en detalles simples, cotidianos.
Puerta por puerta. Persona por persona. Palabra por palabra. Para que podamos reconocernos como personas distintas cuando las puertas se abran.