La frase que titula este artículo es de Santos Vera (el maestro de los curanderos del norte) y marcó la vida de su hijo Orlando que, al igual que su padre, compartió la mediación con lo sobrenatural, el comercio y (por un período) el gobierno de la Municipalidad de Túcume. No es extraña la afirmación de don Santos, pues el demonio que llega al Nuevo Mundo no es el aterrador personaje de “La divina comedia”, ni el de los disciplinantes o místicos del Medioevo.
Durante la Colonia, aunque la Contrarreforma hizo posible el fortalecimiento del Tribunal de la Santa Inquisición, su majestad infernal no despertó el pavor de los evangelizados o conversos indígenas o mestizos. Mucho más exitoso ha sido en nuestras tierras el demonio de la literatura picaresca, aquel que asoma en “La celestina” y se muestra de cuerpo entero en “El diablo cojuelo”, quien quedó baldado porque al rebelarse contra Dios fue arrojado a la Tierra, y en la caída tuvo la mala suerte de recibir sobre su pierna a los otros ángeles derrotados. Por eso es cojo, o cojuelo.
En consecuencia, el diablo que habita entre nosotros es más bien de bajo rango, de mentiras y estafas, “de chisme, enredo y usura”. Se le puede temer por su astucia y mala fe, pero no ganará nuestro respeto, para eso –nos dice el propio cojuelo– están los diablos mayores.
Como parte de esta familiaridad que nos permite pactar, pedir ayuda, engañar o maltratar a “nuestro demonio”, existe también la posibilidad de representarlo y hacerlo parte de un espectáculo que nos divierta. Así sucede, por ejemplo, en Túcume, en la región Lambayeque, donde todos los años los diablos danzan en honor de la Virgen de la Purísima Concepción. El relato de esta festividad, expresado también en excelentes fotografías, lo tenemos en un libro que nos entrega Alfredo Narváez, cuya labor en el norte del país tiene ya el reconocimiento que merece su esfuerzo y calidad como estudioso de las ciencias sociales.
Sin embargo, no contento con sus demonios, Narváez nos ofrece un segundo libro: “Dioses de Lambayeque”. En sus páginas, el autor asume su rol de arqueólogo y propone una interpretación a la fantástica iconografía de la costa norte del Perú, tomando como eje las escenas míticas de la huaca de las Balsas, ubicada al sur del cerro La Raya, también en Túcume. El nombre de la montaña invoca al animal marino que, durante el fenómeno de El Niño, se dice que se traslada a las lagunas temporales que se forman al pie del cerro. El animal es entonces un demonio emboscado que conversa con los brujos maleros (los dedicados a hacer daño) para enseñarles nuevos encantamientos. Más allá de la huaca de las Balsas, Narváez y su equipo comparan sus motivos decorativos con los que encuentran en otros museos y nos ofrecen una mirada general en el capítulo titulado “La mítica de Lambayeque”. En él concluyen con una lista comentada de animales considerados sagrados.
Adicionalmente, la reedición del libro “Dioses, encantos y gentiles”, también de Narváez, reúne y comenta las tradiciones orales recogidas al calor de sus excavaciones arqueológicas, desde los tiempos en que el explorador Thor Heyerdahl (1988-1993) caminaba entre las muchas pirámides que fueron testigos de la sociedad que los arqueólogos hoy llaman Sicán o Lambayeque.
Los relatos son matizados con consultas a las pocas fuentes escritas que tenemos sobre el norte del país, dado el deslumbramiento mayoritario de los cronistas españoles por el Cusco. Sin embargo, Narváez ha sabido buscar los resquicios que permitan enhebrar continuidades posibles desde las gentes de las pirámides hasta por lo menos el siglo XVI o, en cierta forma, incluso a nuestros días. Relatos como el de Cabello de Balboa o Fray Antonio de la Calancha (con su preocupación sobre la región) reaparecen en la voz de informantes contemporáneos, sin que sean opacados por la galanura de la prosa de Garcilaso de la Vega o la cantidad de información de Cieza de León.
Saludamos la producción que nos llega, en calidad y cantidad, de un solo autor, sobre temas convergentes desde las distintas ciencias sociales. Algún pacto, no muy santo, ha debido producir el milagro.