Patricia del Río

De todos los sentimientos que me asaltan en estos días (incertidumbre, miedo, ansiedad, expectativa), la rabia lo está carcomiendo todo. por vivir en un país cuya clase se ha encargado de traicionar, una y mil veces, las esperanzas de sus ciudadanos. Rabia por constatar cómo la corrupción sigue avanzando, gracias a que la justicia siempre se encontrará con grupos dispuestos a señalar el robo ajeno para esconder el monumental choreo propio. Rabia porque el presidente se atrinchera detrás de los ciudadanos para no esclarecer ninguno de los gravísimos actos de corrupción que se le imputan. Rabia porque el Congreso reparte comisiones entre congresistas investigados por la fiscalía por diversos delitos. Rabia porque la insoportable de Maricarmen Alva se atreve a zarandear a la congresista Isabel Cortez. Rabia porque el presidente, dizque del pueblo, hace que los policías se arrodillen a sus pies para amarrarle los zapatos.

Rabia, coraje, ira, cólera, enojo, furia. Esta vez me faltan palabras, porque están ocurriendo tantas cosas tan malas al mismo tiempo, que el solo intento de nombrarlas reduce a una mirada parcial un problema total. Hemos implosionado y se nos están viendo las costuras de un remiendo de país que se cosió sobre la base del desprecio, la prepotencia, el victimismo y la ladronería.

No, no todos los peruanos compartimos la miseria de la que somos rehenes. No es verdad que el Perú está representado en esa sarta de sinvergüenzas que han copado el Estado en prácticamente todos los niveles. Somos víctimas de una clase dirigente mercantilista que, desde distintos frentes, ha usado el espacio público para su propio beneficio. Y no solo ha hecho de la sinvergüencería un estandarte, sino que, con ese comportamiento lumpenesco, ha terminado ahuyentando a los decentes (no perfectos), a los individuos dispuestos a trabajar por el bien común.

Lo hemos dicho tantas veces: los decentes ya no están. Y los hay de derecha, centro y de izquierda, pero se han largado a sus casas a dedicarse a cerrar los ojos y taparse los oídos. ¿Y quién los va a culpar? ¿Acaso después de tanto pueden quedar ganas para seguir luchando por un país mejor?

Un presidente que dice defender a los más pobres y roba en nombre de los pobres es un símbolo de la miserabilidad a la que hemos descendido. Un premier que usa la carta de la discriminación para que los discriminados defiendan la corrupción es ruin. Un Gabinete sobón que usa los recursos del Estado para alentar una división entre peruanos que agrave la crisis hasta límites insoportables es criminal.

Y, del otro lado, la respuesta no podía ser peor: a la asquerosa victimización de los ahora poderosos, le responde una horda histérica con más discriminación y más insultos racistas. Al uso grosero de la injusticia como excusa para delinquir, le contesta una prensa irresponsable que, con denuncias intrascendentes, opaca investigaciones serias. A más lloriqueo vergonzante, le hace frente más prepotencia insoportable.

Y los ciudadanos, atrincherados en sus hogares, miran de reojo por la rendija de la puerta, mientras se dedican a rehacer el presupuesto que ya no alcanza, a pensar con qué urea sembrarán mañana, a qué hospital acudirán si se enferman. Porque, así como los políticos le dieron la espalda al bien común, los peruanos se alejaron de esas calles por las que marcharon para conquistar derechos, hoy pisoteados en hemiciclos y gabinetes sin ningún pudor.

Quiero escribir, pero me sale espuma, diría Vallejo. El lenguaje resulta insuficiente cuando lo narrable sobrepasa nuestros límites de comprensión y tolerancia. Mejor avísennos cuando todo haya explotado para salir a reconstruir sobre las ruinas que una vez más nos dejarán los políticos como señal de su desprecio.

Patricia del Río es periodista