En el tramo final de su vida, Julio Ramón Ribeyro deseaba dejar París e instalarse en una caleta del litoral peruano. No tenía las energías necesarias para leer a diario “Le Monde”, pues tomaba esa tarea como una exigente obligación de todo intelectual, que, en su caso, lo desgastaba. En el primer texto de “Prosas apátridas” afirma: “¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos!”. La lectura, que era su pasión, lo llevaba a los temas de la vigencia, las modas y la inmortalidad literaria. “¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Sartre?”. Recuerdo, también, a Julio Cortázar y a su mujer haciendo cola para ingresar a un cine parisino leyendo, cada uno, su ejemplar de “Le Monde”. Los dos, sin duda, se tomaban en serio aquello de “estar al día”. Julio Ramón, en cambio, solo quería respirar cerca del mar de su infancia.
El departamento que le conocí a Julio Ramón en París fue el de la plaza Falguière y concentraba, en un solo ambiente, la sala, el comedor y la biblioteca. En París, la estrechez de los departamentos se soporta frecuentando la belleza de los espacios públicos, siempre a mano, y el goce citadino consiste en caminar, tomar café y conversar. Julio Ramón, debido a su enfermedad, salía poco de su departamento y gustaba observar el transcurrir de la vida desde su diminuto balcón. La observación va de la mano con la reflexión y el silencio es la atmósfera propicia para ese tipo de actividad ensoñadora. En la reciente Feria de Valencia, en Venezuela, lo mencioné, sabiendo que no tenía por qué ser tan conocido, pues Julio Ramón tuvo una actitud reticente hacia los reflectores. Lo hice con naturalidad, seguro de que su amor por los libros lo entenderían unos estudiantes ávidos de conocimiento.
El 4 de diciembre, hace 21 años, Julio Ramón Ribeyro murió en Lima. Desde hacía un tiempo, deseaba regresar de a pocos, comprarse un departamento que diera al mar, ese paisaje con el que soñaba desde París. Era un caso raro: todos deseaban viajar a París y él deseaba regresar a nuestro mar, siguiendo la estela de esa novela francesa, llevada al cine, de Romain Gary, que se suicidara en 1980, “Los pájaros van a morir al Perú”. El año se aleja, el verano llega, el malecón se va poblando, la tía Catita resucita, resuenan las cornetas de los heladeros, tan odiadas por Augusto Elmore, y a mí me da por recordar a Julio Ramón quizá por la fidelidad que tuvo hacia Lima, o a Miraflores, quizá al Miraflores fabulado desde la literatura, aquel que jamás desaparece en la neblina.