¿Diferentes pero iguales?, por Gonzalo Portocarrero
¿Diferentes pero iguales?, por Gonzalo Portocarrero
Redacción EC

Las estadísticas de todas partes coinciden al señalar que menor será el nivel remunerativo de una categoría ocupacional cuanto mayor es el porcentaje de mujeres en esta categoría. Así, por ejemplo, los ingresos de los profesores de educación inicial son, en promedio, mucho menores que los ingresos de los ingenieros. Y no es casualidad, desde luego, que las mujeres sean la abrumadora mayoría de los profesores; y tampoco es coincidencia que los ingenieros sean generalmente hombres. La explicación convencional apunta a que los estudios y trabajos de ingeniería requieren de esfuerzos y sacrificios que no se dan en el caso de las profesoras de educación inicial. Se consolida entonces un estereotipo según el cual las maestras apenas necesitan aprender, pues lo suyo es dejarse llevar por un impulso maternal que reporta muchas gratificaciones. Y, a la inversa, el ingeniero es representado como un hombre que vive en un continuo esfuerzo. Aprendiendo, primero, conocimientos muy difíciles y luego aplicándolos con gran esfuerzo y concentración. Por tanto, se concluye: el mayor ingreso del ingeniero representa una compensación lógica al esfuerzo y al autocontrol, y correlativamente, el menor ingreso de la maestra obedece a que su actividad es menos exigente y más satisfactorio su ejercicio. 

Este sentido común tiene varios supuestos que pese a no ser visibles, o públicos, sí resultan claves para valorar las profesiones de manera tan desigual. El más importante de estos supuestos es la devaluación de lo asociado a lo femenino y, en contraste, la sobrevaloración de lo vinculado a lo masculino. La paciencia es la virtud femenina que se complementa con la preocupación y el cuidado del otro. Sin estas virtudes, tan fundamentales, una sociedad no sería viable o sería un mundo de pesadilla, pues toda relación terminaría en una lucha en la que el débil acabaría aplastado, sin compasión, por el más fuerte. 

Por otro lado, la virtud masculina clásica es la “dureza”, la disposición para poner de lado los afectos y, correlativamente, la capacidad para identificar lo principal y para abstraer lo secundario. Estas disposiciones son de gran importancia para el desarrollo de la justicia y el pensamiento científico. 

Estas actitudes, asociadas a la masculinidad y feminidad, han sido complementarias. No obstante, las vinculadas a la masculinidad tienen más prestigio y reconocimiento, pues se supone que son más laboriosas y sacrificadas que las asociadas a la feminidad, que son percibidas como más fáciles y gratificantes. Esta diferencia y jerarquización no se explica por la importancia o mérito intrínseco de las actividades realizadas, sino que obedece al poder de quienes se ven beneficiados por el mayor reconocimiento recibido, que son también quienes establecen los ránkings respectivos. 

No obstante, el mercado, el propio juego de la oferta y la demanda, tiende a corregir esta situación, pero lo hará de una manera conflictiva, creando nuevos problemas, acaso más graves de aquellos que resuelve. En efecto, con el tiempo las mujeres se dan cuenta de que las virtudes femeninas tradicionales están muy subvaluadas. La paciencia y el cuidado no son reconocidos como esfuerzos, sino desvalorados como hechos naturales que no tienen mérito ni requieren recompensa. Las disposiciones viriles son más lucrativas y gratificantes, de manera que las mujeres jóvenes las prefieren. Entonces disminuye la fertilidad femenina y es menor el número de mujeres que quiere seguir educación inicial. Crece en cambio el número de mujeres jóvenes que pretende estudiar Ingeniería o Administración de Empresas. En pocas palabras: en un tiempo como el presente, marcado por la lucha por la equidad, la subvaloración de las virtudes de la feminidad tradicional incentiva a que estas sean abandonadas. Y el resultado es el desprestigio de la paciencia y el cuidado, y la aparición de sociedades donde, entre hombres y mujeres, campean los valores asociados a la virilidad. La presión por la igualdad suprime lo bueno y lo malo de la diferencia.

Si la paciencia y el cuidado no reciben el reconocimiento que sí tienen el estrés y la competencia, entonces estaremos generando una sociedad poblada de vidas intranquilas y explosivas. Por tanto, el reto es la revaloración de las virtudes femeninas, de manera que mujeres y hombres podamos seguir siendo complementarios, pero ya no jerarquizados y desiguales. Este es uno de los desafíos fundamentales de nuestra contemporaneidad. Y recién nos damos cuenta de que tenemos que enfrentarlo.