Los datos oficiales que publicamos el domingo pasado sobre el crecimiento de las contrataciones por parte de las empresas que generan el llamado “empleo adecuado” (el que se da cumpliendo con los beneficios de la formalidad) contenían una paradoja grande y elocuente.
Así, tenemos por un lado que el empleo formal ha venido creciendo a tasas insignificantes en los últimos años (menos de 1% al año desde que se ralentizó el crecimiento del PBI en el 2014). Y, por el otro, que la excepción son algunas pocas ciudades lideradas por Ica. Solo en el último año el empleo formal reportado en Ica subió 14,7%.
Esto es una paradoja porque significa que la ciudad donde se registra el mayor crecimiento del empleo adecuado es una en la que, muy mayoritariamente, se contrata con un régimen legal mucho menos “protector” del trabajador que el de nuestra ley laboral general (como se sabe, el sector agroexportador tiene una ley especial que, entre otras cosas, permite hacer contratos estacionales y facilita el despido). Y cuidado que esto del “empleo adecuado” no debe tomarse únicamente en un sentido técnico: solo entre el 2001 y el 2011 el jornal promedio se incrementó de tal forma que redujo la pobreza a un quinto de la que había sido. Todo, mientras la región absorbía permanentemente migrantes de otras regiones en búsqueda de empleo.
¿Qué quiere decir esto? Pues que no existe mejor protección para los intereses de los trabajadores que la que se da cuando los empresarios tienen que competir por sus servicios. O, puesto de otra forma, que el trabajo que los trabajadores venden y los empleadores compran es un bien más de los que se contratan en el mercado y consiguientemente está, al igual que todas las demás cosas que poseen un precio, sujeto a la ley de la oferta y la demanda.
En Ica hay mucha competencia de empresas por trabajadores porque la agroexportación es un buen negocio, lo que a su vez se debe, en muy buena parte, a que en la agroexportación los empleadores tienen que lidiar con menos corsés laborales que en otros sectores.
Desde luego, son muchas las personas que se rehúsan a aceptar que la flexibilidad laboral pueda ser beneficiosa para los trabajadores. Entre nosotros son, de hecho, suficientes como para que tengamos una de las legislaciones laborales más rígidas del mundo. Se supone que de esta forma se preservan “derechos irrenunciables” de los trabajadores. Poco importa si para ello, en los hechos, tiene que renunciar a estos derechos el 75% de los empleados del Perú (que está contratado informalmente).
Uno ve estos dos datos juntos –el de “la irrenunciabilidad de los derechos laborales” y el del 75% de la población forzado a renunciar a ellos– y es difícil no preguntarse si las personas que defienden nuestro régimen laboral lo hacen de buena fe. Aunque también es verdad que no hay que subestimar la fuerza del voluntarismo de que somos capaces los humanos.
Por ejemplo, hace pocos años, ni más ni menos que el presidente de la comisión de expertos que nombró el gobierno de Humala para formular una reforma laboral declaró, al presentar su informe, que preocuparse por este tipo de porcentajes “no era función de la ley”, debiendo el trabajo del legislador quedarse en lo “netamente jurídico”. O sea, hacer como el Dios del Génesis, que no tenía que tomar en cuenta nada que no fuera su voluntad a la hora de decirle a la realidad “hágase tal cosa”, con la serena certeza de que tal cosa entonces sucedería.
Hay que decir que las posiciones de este tipo vienen a menudo fundadas en un irresponsable desprecio por la economía y sus reglas más básicas. Desprecio que normalmente parece bien justificado en lo prosaicos, y aun viles, que suelen verse los argumentos de la primera cuando están en juego los grandes valores. “Usted me está hablando de economía, yo le estoy hablando de dignidad”, oí contestar una vez a una activista mientras discutía la ‘ley pulpín’. Discusión zanjada.
Dicho lo cual, tampoco hay que menospreciar la mala fe. Esconde mala fe, por ejemplo, la manera en la que tantos políticos presentan como “conquistas sociales” los logros de mayores derechos laborales, haciéndoles creer a los trabajadores que les están subiendo el suelo sobre el que están parados cuando en realidad, al menos para la mayoría, lo que les están subiendo es el muro que tienen al frente. Lo que de verdad “conquistan” estos políticos, mientras hablan de “justicia social” , es votos para sí mismos.
Acaso, en fin, una buena regla para situarse en el debate de los derechos laborales sea esta. Cuando usted esté hablando de la cantidad de cosas que se deberá pagar a cambio de algo, aunque estas cosas sean llamadas “derechos” y ese algo sea el trabajo, tenga siempre en cuenta que en el fondo está discutiendo de precios y desconfíe, por tanto, de los que, de buena o mala fe intenten llevar la discusión al campo de lo que, como la justicia, la dignidad o la solidaridad, no cotiza en el mercado y, consecuentemente, carece de precio