Comentaba la semana pasada que tenemos un gran debate pendiente, el cómo entender y enfrentar el desafío de la gran extensión de la informalidad en el país y de su representación política. A lo largo de las últimas décadas hemos pasado de miradas esperanzadoras y optimistas del mundo informal, en el que se veía una promesa de la regeneración institucional y económica del país, a una pesimista, en la que prima la preocupación por prácticas como un individualismo extremo, la adhesión a estilos populistas y autoritarios, la caída en esquemas de clientelismo político y la creciente penetración de actividades ilegales.
En este marco, existe una justificada preocupación por el retroceso que estamos sufriendo en varios ámbitos en los que iniciativas reformistas prosperaron en los últimos años, que recuperaron terreno frente a una informalidad generalizada: las reformas del transporte y de la educación básica y superior, principalmente, fueron iniciativas que buscaron enfrentar los problemas públicos generados por salidas en las que predominaron prácticas informales. Además, en los ámbitos urbanos, la creciente conciencia de la necesidad de contar con planes de prevención de desastres llevó a plantearse cambios en la manera de ocupar el territorio y reubicar a poblaciones en situación de vulnerabilidad extrema.
En el transporte público, la liberalización de rutas y de empresas fue una solución inicial al déficit de oferta y problemas de empleo, pero condujeron a un transporte inseguro y caótico. En Lima y en algunas ciudades se avanzó en una reforma centrada en la promoción de empresas formales en rutas establecidas segregadas, y en el fortalecimiento del papel regulador del Estado. En la educación básica y superior, la liberalización del mercado pretendió cubrir la falta de oferta pública, multiplicándose una oferta privada de escasa calidad, basada en una provisión precaria de maestros contratados. Se buscó fortalecer el papel regulador del Estado, para asegurar una oferta que cumpla estándares mínimos de calidad, y crear una carrera docente meritocrática. En cuanto a políticas urbanas, en diferentes ámbitos se han identificado áreas vulnerables que requerirían trabajos de prevención y relocalización en zonas más seguras y en donde la provisión de servicios sea más accesible.
Sin embargo, habría que reconocer que estas iniciativas de reforma lograron avances parciales no solo por la resistencia de mafias e intereses económicos o grupos conservadores interesados en perpetuar el ‘statu quo’. También es cierto que el transporte informal es, para muchos, una solución que cubre la necesidad de movilizarse por toda la ciudad a un precio módico. Que la oferta educativa de calidad cuestionable, básica y superior, cubre las necesidades de un mercado de escasos recursos y que arrastra carencias que le hacen muy difícil aspirar a niveles más exigentes, pero que igual les abre algunas oportunidades. Que aspirar a una carrera meritocrática en la educación se estrella ante la realidad de que no existe un cuerpo docente mejor calificado capaz de sustituir íntegramente a aquel que se quisiera renovar. Y en nuestras ciudades, para muchos los beneficios tangibles de corto plazo de ocupar espacios más cercanos a sus actividades cotidianas de estudios y trabajo sobrepasan el costo de moverse a áreas más seguras, pero más alejadas.
A todo esto, hay que sumarle que la extensión de actividades ilegales es, en muchas áreas del país, cada vez más importante. Seguiré la próxima semana.