Es difícil sobreestimar el riesgo que enfrenta el país de cara a las elecciones del 2026. Hay 35 partidos ya inscritos para participar. Otros 31 esperan culminar pronto su proceso ante el JNE. Proyectar qué agrupación o agrupaciones ganarán mayorías para la presidencia y las dos cámaras es imposible (la sorpresa de Perú Libre en el 2021 debería ser una lección de humildad en este sentido), pero sí se puede pronosticar que, casi con seguridad, los comicios serán un caos. Los peligros son evidentes. Votaciones atomizadas abren la cancha a los radicales y aventureros de turno, reducen la representación efectiva (piense, por ejemplo, en toda la gente que votará por las decenas de partidos que no pasarán la valla) y facilitan la influencia de dinero ilegal. A esto se suma una combinación de incapacidad y egoísmo de algunos líderes políticos para avanzar con la conformación de alianzas.
Dicho todo esto, existe también un escenario a construir si el Perú –quizá más por suerte que por diseño– no elige autoridades radicales ni sumamente débiles. En diversos sectores, la inversión privada viene aguantada desde –por lo menos– el 2019. En realidad, desde el 2017 el país no ha tenido un año de respiro. Este año ha sido hasta ahora el menos agitado, pero empezó ya a asomarse el fantasma del 2026. El comentario de más de un empresario es que, viendo solo los mejores niveles de ventas que tiene, podría justificar invertir fuerte para expandir su capacidad de producción, pero la incertidumbre de las elecciones próximas lo hace dudar. Familias que esperan mayor claridad política para tomar la decisión de finalmente comprar ese departamento o lanzarse a un nuevo trabajo también dejan la sensación de embalse.
Los indicadores de este proceso están disponibles. En la última encuesta de Expectativas Macroeconómicas del BCR, publicada a inicios de este mes, mejoraron 17 de los 18 indicadores de situación actual y expectativas para los empresarios. El mismo número está ya en tramo optimista, luego de tres años de malos augurios. El reciente cambio de perspectiva de la calificación crediticia de “negativa” a “estable” por Moody’s es una pequeña buena noticia. Por el lado macroeconómico, si bien la fortaleza fiscal se ha debilitado, el Perú debería llegar al 2026 con una situación monetaria y fiscal bastante mejor que la de sus vecinos. La reducción progresiva de tasas de interés a escala global ayuda. Un precio del cobre con bases para mantenerse por encima de los US$4 por libra invita también al optimismo sobre el apetito por invertir.
Lo interesante de este escenario es que no necesita asumir que de pronto nuestra democracia alcanzó niveles nórdicos en el 2026. No necesita un gran estadista ni un Legislativo lleno de sabios intérpretes de la voluntad popular. Grandes reformas con consenso político a favor de la competitividad serían muy bienvenidas (ojo, sin ellas, a largo plazo no se puede mantener ningún crecimiento), pero tampoco son requeridas en esta construcción de corto plazo. Este escenario necesita apenas un gobierno potable con un Congreso también aceptable que le permita al presidente durar hasta el 2031. No mucho más.
El Perú, por supuesto, debería aspirar a algo mejor, pero es justo reconocer que no se ha hecho mucho por conseguirlo. La realidad manda. Mientras se prepara entonces la cancha para que el resultado del 2026 sea, por lo menos, pasable y estable, cualquier proyecto político serio debería estar pensando también ya en el 2031, con alianzas, cuadros jóvenes y programas de largo plazo.
Por ahora, la buena noticia es que no se necesita que el siguiente presidente sea Winston Churchill. En términos económicos, con que sea alguien que sepa mantener un rumbo sensato y cuente con un Congreso apenas medianamente responsable, la fuerza del sector privado podría hacer el resto. Para todo lo demás, habrá que esperar posiblemente al 2031.