Llevamos más de un mes de la liberación del Estado Peruano del mayor secuestro político-criminal de su historia y parecemos no entender nada de lo que ha pasado y aún pasa.
Y, lo que es más, parecemos ser presas fáciles de la irracionalidad de la turba que ve la paja en el ojo ajeno (la culpabilidad por los muertos en las protestas violentas) y no la viga en el propio (la responsabilidad de haberlas provocado desde trincheras incendiarias). Por ello, es importante refrescar algunas cuestiones de impacto clave:
1. Pedro Castillo tenía planificado un golpe de Estado que, de haber resultado exitoso, habría sido celebrado y seguido por la misma izquierda radical infiltrada de violentos que hoy se alza contra el gobierno de Dina Boluarte, inclusive demandando su renuncia.
2. Ese golpe de Estado tenía tres objetivos oscuramente puestos en marcha: copar la administración pública de puestos partidarios y contrataciones ilícitas millonarias e impedir por todos los medios que los graves cargos penales contra Castillo pudieran ponerlo más temprano que tarde camino de la cárcel; cerrar ilegal e inconstitucionalmente el Congreso, como paso previo a una asamblea constituyente que asegure la perpetuación del régimen en el poder; y tomar definitivamente el control de todos los poderes públicos, en abierto desafío al orden democrático y constitucional, y con cargo a resistir, dictatorialmente, toda oposición interna e internacional, como en Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua.
3. Abortado el golpe de Estado y vacado de la presidencia por incurrir en flagrante delito de rebelión, Castillo pasó a convertirse, en menos de 24 horas, de mandatario elegido democráticamente a vigilado prisionero en el penal de Barbadillo. Entre tanto, su excompañera de fórmula presidencial, Dina Boluarte, asumía constitucionalmente la más alta magistratura de la nación.
4. En palabras de algunos de los prominentes ministros de Pedro Castillo, que la fiscalía debería investigar a la luz de la escalada de violencia que vive el país, la salida del poder del expresidente, en la forma que fuese, no solo estaba prevista a generar una “convulsión política y social” sin precedentes, sino que daría lugar a “ríos de sangre”. Palabras más o palabras menos que revelan que todo lo que estamos viendo hoy venía siendo perfectamente orquestado.
Estos cuatro puntos son razones de peso para entender por qué la Presidencia de la República y la jefatura del Estado no pueden ser tratadas como si fueran mobiliarios de fácil mudanza a la hora en que el poder y el país entran en crisis. El sistema democrático basa su funcionamiento y perdurabilidad en la Constitución y las leyes, y no en los llamados de la calle, por legítimos que estos sean.
La señora Boluarte está remarcando, en su ejercicio del poder, un paso decisivo importante: que el presidente no es también o accidentalmente jefe del Estado, sino que ante todo es eso, jefe del Estado, porque representa y simboliza los intereses permanentes del país. En esencia debiéramos ir hacia una presidencia más concentrada en la articulación del país como Nación y Estado, dejando en el primer ministro el gobierno del día a día, como en efecto lo viene haciendo Alberto Otárola en la actual situación de honda crisis política y social.
Que esta sea una oportunidad propicia para poner más claramente en su lugar las funciones de la jefatura del Estado y de la jefatura del Gobierno, evitando así exponerlas fácilmente al juego político irresponsable de quienes buscan sacar provecho personal y partidario de los vacíos de poder y de las transiciones políticas.
Así como hay en el país fabricantes de miseria que no quieren verlo crecer en estabilidad y prosperidad, hay también fabricantes de crisis y renuncias presidenciales que no pueden verlo crecer en paz y gobernabilidad. Opongamos a ello precisamente un sentido de Gobierno y Estado meritocrático y eficiente que incluya también a las administraciones ejecutivas regionales en la responsabilidad de una mejor redistribución social de la riqueza. Necesitamos recuperar el tiempo perdido en gestión pública por resultados y en control del gasto presupuestal, desbordado en dispendio y corrupción.
Es la primera vez en muchos años que alguien que ejerce la presidencia siente y entiende que también ejerce la jefatura del Estado en su máxima dimensión, que consiste en colocarse por encima de toda la organización política del país, no para someterla ni afectar la separación de poderes, sino para darle real sustento a una democracia que no tiene por qué ser débil cuando necesita ser fuerte.
Señora Dina Boluarte, el Estado es usted, democrática y constitucionalmente. Usted es la autoridad suprema de una nación nuevamente golpeada por la violencia infiltrada en las protestas y por los escandalosos saldos de ineptitud y corrupción del gobierno de Pedro Castillo, cuyos cómplices directos e indirectos, desde su elección, se ponen ahora de perfil frente al desastre político, social y económico acumulado.