La presidenta Dina Boluarte tiene un problema mayor que los últimos escándalos que la rodean.
Se trata de si continúa delegando la jefatura del Gobierno en su nuevo presidente del Consejo de Ministros, Gustavo Adrianzén, o si restringe el papel de este a jefe del Gabinete y nada más.
Si optara por lo primero –el gobierno en manos de Adrianzén–, tendría que tomarse más en serio su jefatura del Estado, comenzando, por ejemplo, por articular, en decisiones cruciales, a cuatro poderes del Estado que frente al crimen organizado están de patas arriba: Gobierno, Congreso, Poder Judicial y fiscalía, absolutamente perdidos en sus funciones específicas.
Una jefatura del Estado sin un protagonismo de esta u otra envergadura similar sería realmente inútil.
Si optara por lo segundo –el gobierno y el Estado en sus manos–, ya no habría división de responsabilidades como con Alberto Otárola.
Boluarte y Adrianzén tendrían que estar prácticamente juntos, codo a codo, cara a cara, ensuciándose los zapatos y compartiendo fortalezas y debilidades ante la prensa y la opinión pública.
Finalmente, el dilema de Boluarte podría resolverse con una división de trabajo del propio Adrianzén: con un pie en el gobierno del día a día y con el otro en la jefatura del Estado, como cuando el último domingo tuvo que salir a defender, escudo en mano, las protecciones constitucionales vigentes de la presidenta frente a investigaciones penales abiertas.
Una definición protagónica de Boluarte como jefa del gobierno y del Estado podría traducirse en un drástico y efectivo cambio en el Ministerio del Interior, que obligara a que la fiscalía y el Poder Judicial hicieran lo propio con magistrados ineptos y corruptos, y a que el Congreso recobrase, a fuerza propia, su básica reserva de autoridad y credibilidad.
El juego político con Otárola consistía en que Boluarte tenía la chance de evitar el desgaste acelerado de la presidencia en la medida en que ella reinara más que gobernara, en “modo protocolar monárquico”, lo que, a su vez, le permitiría llegar hasta el 2026 sin turbulencias catastróficas.
Esta premisa, acentuada en la idea de que no puede pedirse peras al olmo, ya no vale más, tratándose de responsabilidades de gobierno y de Estado.
De insistir en su fórmula híbrida de ser o no ser en los cargos que ostenta, Boluarte puede terminar arruinando su propio proyecto hacia el 2026 y, lo que es peor, hundiendo al Perú en un estado de desgobierno y anarquía que tampoco el 2026 podría revertir.
La necesitamos pasando de alteza a gobernante o asumiendo de verdad la jefatura del Estado, con capacidad de convocar a un consejo de poderes dispuesto a encontrar una salida al empantanamiento gubernamental, legislativo y judicial de estos tiempos.